Hay amores que nacen con la lluvia,

brotan tímidos entre la hierba fresca

y florecen bajo el sol de una mirada.

Son tiernos, torpes, eternos por un instante.

Como los lirios de primavera.

Otros arden como julio,

con el cuerpo salado y la voz empapada,

amores que se gritan desde la arena,

que se comen con los dedos,

y huelen a vainilla, a riesgo, a fuego.

También existen los que caen

con el crujido de las hojas secas,

cuando el amor empieza a oler a fruta madura,

a mandarina olvidada en el frutero,

y se mira de reojo,

como una bufanda que ya no abriga.

Y por último, están los amores

que se quedan atrapados en la escarcha,

amores que no se dicen,

que se hielan en los labios.

Camelias blancas en la palma,

como disculpas que llegaron tarde.

Esta es una historia de flores,

de estaciones, de nombres susurrados

y promesas dichas con el cuerpo.

Una historia de lo que fuimos,

de lo que aún pesa,

mientras duren las flores.