Jamás imaginé que lo más aterrador después de una profecía mortal sería… el metro de Atenas.
Habíamos dejado el santuario de Delfos antes del amanecer. Hermes no me explicó cómo llegamos tan rápido, solo dijo: “Atajos celestiales”. La siguiente cosa que recuerdo es despertar en un banco de piedra con ruidos de bocinas, luces de neón y un mar de personas moviéndose como enjambre de abejas.
—¿Dónde estamos? —pregunté, frotándome los ojos.
Hermes chasqueó los dedos. Su túnica se transformó en jeans, chaqueta deportiva y gafas de sol. Un auricular Bluetooth adornaba su oreja. Parecía salido de un videoclip.
—Bienvenido al siglo XXI, rayo chico —dijo—. Esta es la estación central de Atenas. Pero no te engañes. En este lugar se cruzan caminos de todo tipo… humanos y no tan humanos.
Me puse de pie, aún con la cabeza girando. Estaba rodeado de pantallas, anuncios digitales y decenas de personas con móviles en la cara.
—¿Por qué estamos aquí?
—Porque tienes que entender algo. No puedes quedarte en templos y ruinas por siempre. El mundo moderno es un tablero de ajedrez, y tú eres una pieza importante.
—¿Y la profecía?
—Sigue siendo real. Pero antes de que el juego comience, necesitas comprender en qué mundo estás metido. Aquí los monstruos usan trajes, o mochilas. Y el enemigo… puede atacarte cuando menos lo esperes.
Un altavoz anunció la llegada del tren. Hermes me tomó del brazo.
—Sube.
Nos metimos entre la multitud, bajamos por escaleras eléctricas y atravesamos pasillos grafiteados. Un murmullo eléctrico llenaba el aire. Algo en el ambiente me ponía los pelos de punta. Como si el aire estuviera cargado.
—Hermes… —dije, deteniéndome de golpe—. Hay algo raro. El aire cambió.
Hermes me miró con atención… y frunció el ceño.
—Lo has sentido. Bien. Eso significa que no eres tan mortal como creías.
—¿Qué es?
—Algo está cruzando.
Antes de que pudiera preguntar qué demonios significaba “cruzando”, el suelo vibró. Un sonido metálico y profundo retumbó por las paredes. La gente a nuestro alrededor no pareció notarlo. Pero Hermes sí.
—Quédate detrás de mí —ordenó, sacando de su chaqueta una vara dorada con alas: su caduceo.
Las luces del túnel parpadearon.
Un tren llegó… pero se detuvo a mitad del andén. De sus puertas no salieron personas.
Salió una bestia.
Era como un león gigante, con un escorpión en lugar de cola y alas de murciélago dobladas en su espalda. Su rostro parecía humano, pero retorcido en una mueca de odio. Su piel tenía escamas de bronce.
—¿Qué diablos es eso? —grité.
—Una mantícora —respondió Hermes—. No debería estar aquí… A menos que alguien la haya enviado.
La criatura rugió, haciendo estallar las luces del techo.
La gente a nuestro alrededor no reaccionaba. Seguían caminando, mirando sus teléfonos, como si la bestia fuera invisible.
—¿Por qué no lo ven?
—Están bajo el velo. Solo los semidioses y los dioses podemos ver más allá.
—¿Y yo soy…?
Hermes sonrió torcido.
—Lo estás descubriendo, ¿no?
La mantícora nos vio.
Y cargó.
Hermes me empujó con fuerza y saltó hacia ella. El caduceo se alargó como una lanza de energía pura. La mantícora lo embistió, pero Hermes se movió con una velocidad imposible, esquivando las garras y golpeándola en la mandíbula con una patada giratoria.
—¡Corre al vagón! ¡Ahora!
Obedecí, saltando sobre los asientos de un tren semivacío. La criatura rompió las ventanas, gritando con un chillido que helaba la sangre.
Vi cómo Hermes bailaba entre sus ataques. Era rápido, fluido. Como el viento personificado. Pero también vi su rostro endurecerse.
Estaba luchando en serio.
La mantícora lanzó su cola. Hermes la esquivó por un pelo, pero una chispa de veneno tocó su brazo. Gritó. Por primera vez, lo vi sangrar.
—¡Hermes!
—¡No te preocupes por mí! ¡Escucha! —gritó mientras giraba el caduceo y lo lanzaba directo al ojo de la bestia.
La criatura chilló. Hermes corrió hacia mí, tomándome del cuello de la camisa.
—Esto fue solo una advertencia —dijo con seriedad—. Te buscan. Alguien liberó esta criatura para matarte antes de que se cumpla la profecía.
—¿Quién?
—Aún no lo sé. Pero no puedo estar contigo todo el tiempo. Mis deberes con el Olimpo son muchos… y no todos los dioses querrán ayudarte.
—¿Entonces qué hago?
—Buscas aliados. Aprendes. Peleas.
Hermes me entregó una hoja de bronce con un símbolo grabado: un búho con ojos de esmeralda.
—Ve a Atenas. Busca a Atenea. Ella sabrá qué hacer contigo.
—¿Y tú?
Hermes miró hacia el túnel, donde los restos de la mantícora se deshacían en polvo negro.
—Yo buscaré al que liberó a esa cosa. Pero ya no puedo protegerte como antes.
Me miró con una gravedad que no había mostrado hasta entonces.
—A partir de ahora… estás solo.
Y con un destello de luz, desapareció.
**
Me quedé en el vagón vacío, con la hoja de bronce en mis manos y el eco del rugido aún temblando en mis oídos. La estación volvió a la normalidad como si nada hubiera pasado. Las personas subían y bajaban del tren, ajenas al monstruo, ajenas al caos.
Yo ya no era uno de ellos.
Y tenía un destino al que dirigirme.
Atenas.
Atenea.
Y una espada escondida por la diosa de la sabiduría.

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