El viaje hasta Delfos fue silencioso.
Hermes, que antes hablaba sin parar, ahora se mantenía callado, volando en ráfagas cortas mientras yo caminaba por un estrecho sendero de montaña. Cada tanto me lanzaba una mirada rápida, como si esperara algo… un cambio en mí, tal vez.
Yo apenas podía pensar. La imagen de Talos, la muerte de mi madre, el colgante con el rayo en mi pecho… todo giraba como un torbellino en mi cabeza.
—¿Por qué Delfos? —pregunté, más para romper el silencio que por curiosidad.
—Porque si alguien sabe qué estás destinado a ser, es el Oráculo. Apolo le dio ese don. Ella ve lo que fue, lo que es… y lo que puede ser.
—¿Y si no me gusta lo que ve?
—Entonces tendrás que decidir qué hacer con esa verdad.
No respondí.
Las columnas del templo de Delfos aparecieron de pronto en el horizonte, entre la neblina. Ruinas, cubiertas de musgo y tiempo. Pero había algo en el aire… una sensación de que el lugar estaba vivo. Como si las piedras escucharan. Como si los susurros del pasado nunca se hubieran apagado.
Hermes bajó a mi lado. Su rostro, habitualmente relajado, se volvió solemne.
—No hables a menos que se te hable. No toques nada. Y pase lo que pase, no interrumpas la visión.
Asentí, tragando saliva.
Entramos.
El santuario estaba construido en piedra blanca, con símbolos tallados en las paredes: soles, arcos, ojos. Un fuego ardía en una vasija de bronce en el centro. Y frente a ella, sobre una roca tallada en forma de trono, estaba ella.
La sacerdotisa del Oráculo.
Vestía una túnica gris que parecía polvo hecho tela. Su piel era casi translúcida, y sus ojos… sus ojos estaban en blanco. No como los ciegos, no. Como si estuvieran viendo algo que los demás no podíamos. En sus labios, un leve murmullo constante, como una canción sin letra.
Hermes se inclinó.
—Gran Pitia, hemos traído al hijo del trueno.
El murmullo cesó.
La mujer alzó la cabeza. Sus ojos rodaron en las órbitas y luego se fijaron en mí, aunque no sé si realmente me veía.
—Has llegado, niño del rayo —dijo con voz doble. La suya… y la de otro. Más profunda. Más antigua.
Mi pecho se tensó.
—¿Qué… soy?
Ella se levantó. Su cuerpo parecía flotar en vez de caminar. Se acercó a mí con lentitud, sus dedos extendidos, y tocó el colgante en mi pecho. Cuando lo hizo, el símbolo del rayo brilló.
La sacerdotisa jadeó, como si el o la hubiese quemado.
Y entonces habló.
—Del Olimpo viene su hijo olvidado,
nacido de tormenta, sangre y pecado.
Entre dioses y hombres será dividido,
y por su mano el cielo será herido.
Un viento helado cruzó el templo.
—Tres pruebas sellarán su camino incierto,
una traición, un fuego, un pacto muerto.
Y cuando el trueno caiga al suelo sangriento,
el fin de los dioses estará en movimiento.
Yo retrocedí un paso. El suelo temblaba levemente bajo mis pies.
—¿Qué significa eso?
La sacerdotisa me miró. Esta vez, sus ojos brillaban con luz dorada.
—Eres el rayo encarnado. El bastardo de Zeus. Forjado en secreto. Criado entre mortales para esconderte de tus enemigos.
—¿Mis enemigos?
—Los que temen lo que podrías ser. Y los que desean que lo seas.
Hermes se acercó, sus labios apretados.
—¿Está por comenzar la guerra?
La sacerdotisa asintió con lentitud.
—La guerra por el trono del cielo. Y él será la chispa.
—¿Y qué tengo que hacer? —pregunté.
—Debes elegir. Entre los dioses… y los hombres.
Entre el padre que te engendró… y el mundo que te crió.
Sus ojos se abrieron aún más, y su voz retumbó por todo el templo:
—Cuando el último rayo toque la tierra… el Olimpo arderá.
De pronto, el fuego en el centro del santuario se apagó. La sacerdotisa se desplomó al suelo como un títere sin hilos.
Hermes corrió a ella, pero su pulso aún latía. Solo dormía.
Yo estaba paralizado.
—¿Esto es real? —pregunté.
—Más de lo que quisieras que fuera —respondió Hermes.
—¿Y ahora qué?
Hermes me miró con una mezcla de compasión y urgencia.
—Ahora tenemos que irnos. Ya saben que estás vivo. Pronto vendrán por ti. Y no todos son tan educados como Talos.
—¿A dónde vamos?
Hermes me sonrió… con cierta melancolía.
—Al mundo real. Al tuyo. Hay algo que debes ver. Algo que debes entender. Prepárate. Lo próximo será mucho peor que una profecía.
**
Salimos de Delfos al atardecer, con las columnas doradas por el sol, y el eco de la visión resonando aún en mis oídos.
Hermes me prometió respuestas.
Pero lo que me esperaba no eran respuestas.
Era una estación de tren.
Una criatura con garras.
Y una verdad que me haría desear no haber preguntado nunca.

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