Dicen que cuando alguien va a morir, el cielo se tiñe de un color distinto.
Esa mañana, el sol apenas logró colarse entre las nubes grises, y su luz era tan tenue que parecía resignada. Los sobrevivientes de la tormenta recogían los restos de sus casas, en silencio, como si temieran que cualquier palabra pudiera traer de vuelta los truenos de la noche anterior.
Yo no me aparté del lado de mi madre.
La acosté sobre un catre improvisado en la cabaña menos dañada, cubriéndola con lo que quedaba de una manta de lana. Su respiración era débil, y el corte en su costado no dejaba de sangrar, aunque ella insistía en que no era grave.
—Estás ardiendo —le dije, con la voz rota.
—No te preocupes por mí, hijo… —susurró, apretando mi mano—. Lo importante ahora es lo que voy a decirte. No hay tiempo.
Apreté los dientes. No quería escucharla hablar como si ya estuviera muerta.
—Vas a ponerte bien. Yo iré por la curandera. Tal vez...
—¡No! —me detuvo con fuerza, con una energía inesperada—. Por favor, escúchame. Hay cosas que debes saber… cosas que debí decirte hace años.
Me quedé quieto. El colgante con el rayo colgaba aún de mi cuello, frío como la mañana.
—¿Qué es esto? —le pregunté—. ¿Qué significa este símbolo?
Ella cerró los ojos por un instante, como si una tormenta distinta se agitara dentro de su mente.
—Ese rayo… es el sello de tu padre.
—¿Mi padre? —repetí, aturdido—. Dijiste que estaba muerto. Que era un herrero.
—Mentí.
La palabra me golpeó como una piedra. Durante toda mi vida, mi madre había sido la única constante. Mi refugio. Mi verdad.
Y ahora…
—¿Quién era él? ¿Dónde está?
—No lo sé —dijo, con voz entrecortada—. Solo sé lo que me dijo aquella noche. Cuando lo conocí, no era un hombre común. Tenía un aura... una presencia. Como si la misma tormenta se moviera a su alrededor.
Recordé la noche anterior. El rayo. El fuego. El milagro.
—¿Fue él quien me salvó?
Mi madre asintió lentamente.
—Yo también lo creo. Siempre supe que te estaba observando desde lejos… como un dios que no se atreve a mirar de frente a su creación.
—¿Un dios?
Ella me miró, y en sus ojos vi el miedo, pero también la verdad.
—Tu padre es Zeus. El rey del Olimpo.
Me quedé en silencio.
El mundo se desmoronó bajo mis pies.
Zeus. Rey de los dioses. El que lanza rayos. El que gobierna los cielos. ¿Cómo podía eso tener algo que ver conmigo? Yo no era nadie. Un simple hijo de aldeanos. Nunca fui especial.
—Eso no tiene sentido —murmuré—. ¿Por qué se fijaría en ti? ¿Por qué dejaría un hijo abandonado?
Ella soltó una risa amarga.
—Los dioses no aman como nosotros, hijo. Aparecen, toman lo que desean… y desaparecen como humo. No los detiene el deber. Solo el capricho.
Me sentí traicionado. Por ella. Por él. Por todo.
—¿Entonces soy un… qué? ¿Un medio dios?
—Sí —susurró—. Un semidiós. Y eso te hace poderoso… pero también vulnerable.
—¿Vulnerable a qué?
—A sus enemigos.
Su mirada se desvió a la ventana. Afuera, el viento empezaba a levantarse.
—¿Qué enemigos? —insistí.
—Los que han jurado destruir todo lo que Zeus ama. Y tú… —me acarició el rostro con una ternura tan frágil que me rompió por dentro—. Tú eres su debilidad.
La cabaña crujió. El suelo tembló ligeramente. Mi madre se tensó.
—Vienen por ti, hijo mío.
—¿Quién?
—No lo sé. Pero los dioses no permanecen en silencio por mucho tiempo. Algo se ha despertado. Toma el colgante. Nunca te lo quites. Él… quizás él escuche si lo llamas.
—No quiero llamarlo —dije con rabia—. ¡No me importa si es Zeus! Nos dejó. Te dejó.
—No pienses en mí —dijo—. Piensa en lo que eres. Y en lo que podrías llegar a ser.
Sus labios se movieron apenas, en un susurro.
—Perdóname… por no habértelo dicho antes.
Sus ojos se cerraron.
Su mano se aflojó.
Y yo me quedé solo.
**
No sé cuánto tiempo pasé junto a ella. Tal vez horas. Tal vez solo minutos. No tenía fuerzas ni para llorar. Solo sentía una furia ardiente en el pecho… y algo más. Algo que parecía despertar dentro de mí. Como un relámpago encerrado en una jaula.
Salí de la cabaña cuando el grito llegó desde la plaza del pueblo.
—¡UNA BESTIA! ¡¡UNA BESTIA SE ACERCA!!
Corrí, con el colgante aún colgado en mi pecho.
Desde lo alto de la colina, lo vi.
Una figura gigantesca de bronce brillaba a la distancia, caminando con pasos pesados, abriendo surcos en la tierra. Su forma era humana, pero de proporciones colosales. Sus ojos eran brasas encendidas. Talos.
No sabía quién era ni por qué venía.
Pero sí sabía una cosa: venía por mí.
Y con eso, comenzó mi huida.

Comment