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Loki: un nuevo comienzo

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Alguna vez habéis echado de menos vuestro viejo hogar? Ese lugar donde habéis compartido grandes momentos de vuestras vidas ya sea algo insignificante o necesario, es difícil aceptar que nunca volveremos a nuestra casa ya sea por la situación económica, social, laboral, geográfica y un largo etcétera. Hoy veremos cómo Loki se adaptara a su nuevo hogar pensando en como será su futuro

Loki: un nuevo comienzo-[BI]Alguna vez habéis echado de menos vuestro viejo hogar? Ese lugar donde habéis compartido grandes

Zuheros, Córdoba

El sol de la tarde andaluza caía suave sobre los tejados encalados de un pequeño pueblo perdido entre las montañas de la Subbética. Loki, el Dios del Engaño, caminaba con paso lento, casi reverente, por las calles empedradas. Llevaba un abrigo largo, oscuro, cubriendo la silueta de un ser que ya no deseaba destacar. Tras los eventos cataclísmicos de Secret Wars, Loki no quería tronos ni gloria: sólo paz.

Pero la tranquilidad que buscaba no era fácil de encontrar, ni siquiera en un lugar como aquél.

Las calles estaban vacías. No había niños jugando, ni vecinos charlando en los portales, ni siquiera perros ladrando a su paso. Solo el viento arrastrando el aroma de los olivos y el polvo seco de las piedras. El silencio le recordaba Asgard... pero no la Asgard dorada de los cantos épicos, sino la Asgard después del Ragnarok. Aquella que había ardido por sus errores, sus decisiones... y su redención.

Loki miró hacia una fuente en una plaza pequeña. El agua caía tranquila, murmurando en espiral. Se sentó al borde y observó su reflejo en el agua. Su rostro ya no era el del dios joven y arrogante. Era el de un hombre que había visto morir universos enteros. Un hombre que lo había perdido casi todo y que, sin embargo, aún respiraba.

—¿Tú no eres de aquí, verdad? —dijo de repente una voz rasposa.

Loki alzó la mirada. Un anciano de barba blanca, gorra de lana y bastón de madera le miraba desde unos metros, con la curiosidad de quien ha vivido lo suficiente como para no temerle a nadie. Tenía los ojos sabios, pequeños y profundos como los de un cuervo.

—¿Cómo te llamas, chiquillo? —preguntó el viejo, acercándose con paso lento.

Loki dudó. Durante siglos, su nombre había causado guerras, susurros y traición.

—L... León —mintió al instante, luego forzó una sonrisa amable.

El anciano rió bajo.

—Menudo nombre. Tienes cara de haber luchado muchas batallas, León. ¿Sabes dónde estás?

Loki negó, aunque ya tenía una vaga idea.

—Has llegado a Zuheros. Uno de los pueblos más tranquilos de Andalucía. Aquí no pasa nada desde que cerraron el viejo molino. Ni siquiera los chismes duran más de un día.

Zuheros. El nombre sonaba a música antigua, a polvo de historia y a destino escondido.

—¿Y tú? —preguntó Loki, más por cortesía que por curiosidad.

—Yo soy Miguel. Miguel Romero. Vivo a unos metros de aquí. Ven, acompáñame. No pareces tener prisa.

Loki aceptó con un leve asentimiento. Mientras caminaban juntos por las callejuelas, Miguel hablaba de cosas simples: de su nieta que venía en verano, de los problemas con la humedad en su cocina, del queso de cabra que hacían en la cooperativa del pueblo.

Loki lo escuchaba con atención inesperada. Aquellas historias, aunque mundanas, tenían una honestidad que rara vez encontraba en los tronos y los salones dorados. Por primera vez en mucho tiempo, no era Loki el dios, ni el villano, ni el redimido. Era simplemente un forastero más, acompañando a un viejo en su camino a casa.

Cuando llegaron a la pequeña vivienda de Miguel, esta tenía buganvillas floreciendo en la entrada y un aire cálido que no sentía desde hace siglos. Miguel le ofreció un café y Loki aceptó. No por el café, sino por la sensación... de hogar.

Desde la ventana, vio cómo el sol se ocultaba detrás de las montañas. El cielo se pintaba de un rojo anaranjado, como un fuego antiguo que no quemaba, solo iluminaba.

Cerró los ojos por un momento.

El Dios del Engaño estaba en Zuheros.

Y quizás, solo quizás, aquí podría empezar de nuevo.

La casa de Miguel era sencilla, de muros blancos gruesos, muebles antiguos de madera pulida y aroma a tomillo y café recién hecho. Loki, aún sintiéndose algo fuera de lugar, se sentó en una silla cerca de la ventana, observando cómo la luz dorada del atardecer bañaba el paisaje andaluz. Aquello era tan ajeno a los tronos que había ocupado o los campos de batalla que había hollado, que parecía una ilusión.

Miguel iba y venía por la cocina con sorprendente energía para su edad.

—Dime, León —empezó el viejo desde la encimera, mientras cortaba algo con precisión—, ¿de dónde eres exactamente?

Loki alzó una ceja. Pregunta sencilla, respuesta complicada.

—Del norte —respondió con ambigüedad—. Cerca de Noruega.

Miguel se rió.

—Eso explica lo blanco que eres. Pero el acento… no suena ni a catalán ni a vasco.

—He vivido en muchos sitios —dijo Loki con media verdad—. Supongo que uno termina hablando como nadie.

Miguel asintió, aceptando la evasiva con una sabiduría ancestral que no exigía más de lo que alguien estuviera dispuesto a dar.

—Aquí también venía mucha gente de fuera —comentó mientras colocaba una bandeja sobre la mesa—. Hace veinte años aún teníamos escuelas con niños, fiestas grandes, y hasta una pequeña feria en verano. Ahora... solo quedamos los viejos y el eco de las campanas.

Sobre la bandeja había rebanadas de pan casero con aceite de oliva, queso curado del pueblo, aceitunas aliñadas y algo de jamón. Loki, sorprendido, probó un bocado del pan con aceite. Era simple. Perfecto. Un tipo de delicia que ni los banquetes de Asgard podían replicar.

—¿Qué pasó con el pueblo? —preguntó Loki, con una chispa de genuina curiosidad.

Miguel se sentó frente a él y suspiró con el peso de los años.

—La vida moderna, chiquillo. Los jóvenes se fueron a la ciudad. Buscaban trabajo, oportunidades, futuro… y nosotros aquí nos quedamos con las historias. Antes había un centenar de familias. Ahora no llegamos ni a treinta personas permanentes.

Se quedó en silencio unos segundos, mirando un viejo retrato en blanco y negro en la pared: una familia, tres generaciones, posando frente a una antigua cosechadora.

—¿Y tú por qué te quedaste? —preguntó Loki.

—Porque este es mi sitio. Porque aquí nací, aquí enterré a mi mujer, y aquí quiero morir. Aunque me duela ver cómo todo se apaga. Esto... —dijo señalando la ventana que daba al olivar— antes era alegría. Ahora solo es el canto de los grillos.

El silencio se instaló entre ambos por un momento. Loki miró el entorno con una sensación rara: no de nostalgia, sino de reconocimiento. Había estado en muchos mundos que murieron, y Zuheros no era diferente. Solo que aquí, la batalla era contra el olvido, no contra monstruos ni invasores.

—¿Y tú, León? —preguntó Miguel, sacándolo de sus pensamientos—. ¿Por qué viniste aquí?

Loki vaciló. La respuesta correcta era “para esconderme del universo”, pero no lo diría.

—Busco paz —dijo simplemente—. Redención, quizá.

Miguel lo observó por un largo instante. Luego asintió, como si entendiera más de lo que parecía.

—A veces, cuando uno ha vivido muchas cosas, el alma necesita silencio. Aquí lo tendrás. Aunque también tendrás mucho tiempo para pensar.

Loki sonrió apenas.

—Eso puede ser más peligroso que la guerra.

—O más sanador que cualquier magia —replicó Miguel, levantándose lentamente—. Ven, te enseñaré algo.

Lo llevó a la parte trasera de la casa, donde un pequeño jardín crecía entre piedras y macetas viejas. Un olivo antiguo dominaba el espacio, con ramas torcidas por el tiempo. Miguel lo tocó con respeto.

—Este árbol tiene más de trescientos años. Mi abuelo decía que cuando los olivos mueren, lloran por dentro, pero nunca dejan de dar sombra. ¿Sabes por qué?

Loki negó en silencio.

—Porque incluso cuando uno cree que ya no sirve para nada, siempre hay alguien que encuentra refugio bajo su sombra.

El dios se quedó mirando las hojas verdes plateadas movidas por el viento.

No dijo nada.

El silencio ya lo estaba tocando.

Y le gustaba.

La noche caía sobre Zuheros como un velo espeso y sereno. El cielo, limpio y profundo, dejaba ver las estrellas con una claridad que en Asgard solo se apreciaba desde las torres más altas. Loki, sin embargo, no miraba hacia arriba, sino hacia las calles empedradas, las esquinas dormidas, las fachadas encaladas que se desdibujaban en sombras. El silencio del pueblo era absoluto.

Había salido a caminar para conocer mejor aquel lugar al que había decidido llegar tras la guerra más importante del multiverso. Pero lo que encontró no fueron historias, ni voces, ni ecos. Fue vacío.

No había niños riendo a lo lejos, ni televisores encendidos con tertulias de medianoche, ni siquiera el murmullo de radios viejas. Ni perros ladrando. Ni puertas cerrándose. Nada. Solo el crujido leve de sus pasos y el canto lejano de un búho.

Aquella quietud no era paz, era abandono. Era una huella del tiempo, una cicatriz de una tierra que fue olvidada poco a poco. Loki la reconocía. Era parecida a las heridas que se llevaba dentro, aunque las suyas no dolieran en la carne.

Pasó por una fuente seca. Por una escuela vacía. Por un bar con sillas acumuladas en una esquina y polvo en los cristales. Había fantasmas en cada rincón. No fantasmas de los que Loki solía conjurar, sino los del pasado, de la costumbre, de lo que ya no volvería.

En la plaza, lo vio.

Un hombre corpulento, de rostro curtido por el sol, barba blanca y chaqueta de pana. Estaba sentado en un banco, bajo una farola amarillenta que chisporroteaba de vez en cuando. Era el alcalde.

Loki se le acercó sin prisa. El alcalde lo observó, pero no se levantó.

—Buenas noches —dijo Loki, tomando asiento en el otro extremo del banco.

—Buenas noches. Eres el forastero que llegó hoy con Miguel, ¿no?

—Así es. Me llamo León —dijo, usando aún su alias.

—León... nombre fuerte. Yo soy Paco. Alcalde de este pueblo. Aunque últimamente eso es como ser capitán de un barco sin tripulación.

Se hizo un silencio cómodo. Loki lo rompió.

—¿Siempre ha estado así?

—No. Zuheros era un sitio vivo, ¿sabes? En verano venía gente de todas partes, incluso del extranjero. En otoño, los olivares bullían de jornaleros. Y en invierno... en invierno se contaban historias junto al fuego. Pero todo eso se fue. Como el tren.

—¿Qué pasó?

Paco suspiró. Sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió con un mechero oxidado.

—Las ciudades pasaron a ser el centro del mundo. Madrid, Sevilla, Málaga… los jóvenes querían WiFi y futuro. Aquí solo quedaban abuelos, campos y recuerdos. Y esos no dan de comer.

Loki escuchaba atentamente. Esa historia no era muy diferente a otras que había oído en otros mundos: lugares ricos en alma, pero pobres en promesas. Y cuando la esperanza se marchaba, solo quedaba el polvo.

—Pero no se han ido todos —comentó Loki.

—No. Algunos como Miguel se quedaron. Otros vuelven en verano, un par de semanas. Pero no es lo mismo. Este pueblo ya no respira como antes.

Loki observó la plaza. En su mente, por un momento, imaginó a los niños jugando con pelotas, a los vecinos sentados en sillas de plástico bajo los porches, a las risas y los pregones. Era una visión breve, pero poderosa.

—¿Cree que Zuheros puede volver a tener vida? Aunque sea por unos meses al año —preguntó Loki, con genuino interés.

Paco lo miró de reojo, como si evaluara si merecía una respuesta sincera.

—Tal vez —dijo finalmente—. Pero no por sí solo. No basta con amor a la tierra. Hace falta gente que crea en ella. Gente con ideas, ganas. Gente que quiera volver. O que venga por primera vez y decida quedarse. Aunque sea solo un tiempo.

Loki asintió lentamente. Había liderado ejércitos, gobernado mundos. ¿Y ahora estaba considerando revitalizar un pueblo andaluz? Qué paradoja.

—Yo he conocido muchos reinos —dijo, casi para sí—. Algunos cayeron por la ambición, otros por el orgullo. Pero también he visto imperios nacer con un gesto, con una decisión.

Paco rió suavemente.

—¿Y qué decisión cambiaría este lugar?

Loki se levantó.

—La de creer que aún merece ser salvado.

—Entonces estás más loco que yo —dijo el alcalde, con una sonrisa.

—Posiblemente —respondió Loki, devolviendo la sonrisa—. Pero a veces la locura es el primer paso hacia algo grande.

Paco apagó su cigarro y se puso de pie.

—Buenas noches, León.

—Buenas noches, alcalde.

Loki dio media vuelta y regresó por las mismas calles silenciosas por donde había llegado. Ya no le parecían tan muertas. Ahora sabía sus nombres, sus heridas, sus sueños marchitos. Y quizá, solo quizá… podría hacer algo con eso.

La noche envolvía Zuheros con su habitual silencio. Las estrellas, quietas sobre el cielo andaluz, parecían observar cada paso de Loki mientras regresaba a la casa de Miguel. La conversación con el alcalde había dejado una huella inesperada en él. Mientras avanzaba por las estrechas calles iluminadas tenuemente, su mente volaba atrás en el tiempo… muy atrás.

Recordó Asgard.

Recordó el eco de los grandes salones, los destellos dorados de los muros, la solemnidad del trono de Odín y los entrenamientos con Thor, siempre ruidosos, siempre llenos de competencia. Recordó las noches tranquilas junto a su madre, Frigga, cuando ella le enseñaba hechizos pequeños, delicados, sutiles… y le decía que la magia también era una forma de amor.

Recordó la sensación de no pertenecer. La herida persistente de saber que era adoptado, que su sangre era de gigantes, que su destino parecía escrito en traición… pero también recordó su redención, su decisión de actuar por algo más que su ambición. De hacer lo correcto, aunque fuera tarde.

—¿Y si este lugar es mi nueva oportunidad? —murmuró para sí, justo cuando giraba la última esquina.

La casa de Miguel estaba iluminada. Desde fuera, Loki pudo oler comida caliente, pan tostado, ajo y aceite. Sonrió. No estaba acostumbrado a que alguien cocinara para él sin tener un propósito oculto.

Entró, y allí estaba Miguel, colocando los últimos platos sobre la mesa de madera, humilde pero cuidada.

—Justo a tiempo —dijo Miguel con una sonrisa—. Espero que te guste el gazpacho. No hay plato más andaluz.

Loki se acercó curioso. En la mesa había también queso curado, pan de horno, aceitunas, y una pequeña fuente con lo que parecía berenjenas fritas con miel. Su estómago, pese a su condición divina, rugió con discreción.

—Es... impresionante. Gracias —dijo Loki, con una sinceridad que raramente pronunciaba.

—Zuheros aún sabe cómo cuidar a los suyos —respondió Miguel mientras se sentaban—. ¿Dónde estuviste?

—Con el alcalde —contestó Loki mientras probaba el gazpacho, encontrándolo frío y delicioso—. Hablamos del pueblo. De cómo llegó a este punto. Del futuro… si es que lo tiene.

Miguel asintió. Sus ojos se tornaron nostálgicos.

—El futuro es una palabra difícil aquí. A veces parece que solo tenemos pasado.

—Eso pensé al principio —dijo Loki mientras masticaba un trozo de pan—. Pero... quizá este lugar solo necesita una chispa para volver a encenderse.

—¿Y crees ser tú esa chispa? —preguntó Miguel, medio en broma.

Loki sonrió de medio lado.

—No sería la primera vez que me acusan de encender fuegos. Pero esta vez… puede que quiera encender luz, no caos.

Comieron en silencio durante algunos minutos, disfrutando de la comida y de una extraña, cálida compañía. Para Loki, era sorprendente lo fácil que resultaba hablar con Miguel. No había exigencias, no había política, ni dioses, ni guerras. Solo un hombre que conocía su tierra y no había querido abandonarla.

Al terminar, Loki se levantó y salió al pequeño patio trasero de la casa. Allí, a la luz tenue de la luna, se alzaba un joven olivo, frágil pero firme. Se sentó en una vieja silla de hierro, cruzó las piernas y lo observó.

El árbol era pequeño. Aún tenía por crecer. Pero cada hoja era una promesa.

—Eres como este pueblo, ¿sabes? —le dijo en voz baja—. Has resistido sequías, abandono, el paso del tiempo… y aún así, sigues aquí.

Cerró los ojos un momento. No escuchó más que el crujido del viento entre las ramas, y algún grillo a lo lejos.

—Este lugar tiene historias. Tiene alma. A veces pienso que los dioses olvidamos escuchar lo que no grita. Pero yo… yo sí te escucho, Zuheros.

En ese momento, Miguel apareció en el umbral con dos copas de vino.

—¿Te apetece brindar por este nuevo comienzo?

Loki lo miró, tomó la copa y la alzó.

—Por las segundas oportunidades —dijo.

—Y por los pueblos que aún tienen algo que contar —añadió Miguel.

Brindaron, bebieron y, en ese rincón olvidado de Andalucía, un dios que alguna vez quiso gobernar el tiempo encontró algo más difícil de conseguir: paz.

Loki, contemplando el olivo joven, dice suavemente:

—Tal vez... aquí también puedo echar raíces.

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