(...) La brisa susurró entre los árboles, como si la misma naturaleza contara el relato de la tragedia que había comenzado a gestarse mucho antes de este encuentro. Elizabeth observaba a Athyel, a su amor, a su caballero. Aquel hombre que había sido su fuerza, su apoyo, su razón de esperanza. Pero, ¿en qué se había convertido ahora? Él, de pie ante ella, parecía más una sombra que el hombre que una vez había jurado protegerla. La espada, levitante, lo acompañaba como un espectro, como si fuera parte de él, como si su alma misma se hubiera fundido con su filo.
❝ — Lo miraba con desesperación. ¿Qué había pasado con él? ❞
Él no era ya el mismo hombre que, en tiempos pasados, había abrazado su vida con ardor, que soñaba con un futuro juntos, con la promesa de un amor eterno. No. Athyel estaba marcado. Su cuerpo estaba lleno de raíces oscuras, de marcas que no solo hablaban de esa maldición, sino también de un alma que se había entregado, sin reservas, a una causa que ya no sabía si valía la pena.
— Athyel, —dijo ella, su voz temblorosa pero firme — mira lo que has hecho. 𝘔𝘪𝘳𝘢 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘢 𝘦𝘴𝘱𝘢𝘥𝘢 𝘵𝘦 𝘩𝘢 𝘩𝘦𝘤𝘩𝘰. No eres tú, no eres el hombre con el que juré caminar juntos. No puedo verte así, desgarrado, corrompido por este poder que te consume como el fuego consume la madera más pura.
Él giró ligeramente la cabeza hacia ella, sus ojos oscuros como la misma tormenta que él sentía en su interior. No dijo nada. Sus labios se apretaron, como si cada palabra que pudiera decirle fuese una herida más que abrir.
— Debemos irnos, Athyel, —continuó Elizabeth, acercándose a él, su voz suave, casi suplicante. — Déjalo todo atrás. La espada, el reino, tu posición en este lugar. 𝙏𝙤𝙙𝙤. Lo que importa es lo que nosotros podemos construir. Ya no necesitamos un reino para ser felices. No necesitamos ser los reyes de un lugar corrompido por el poder. Todo lo que quiero es estar contigo.
Sus palabras caían sobre él como gotas de lluvia sobre un fuego, pero las llamas de su desesperación no se apagaban. ¿Cómo podía renunciar a todo lo que había luchado por construir? ¿𝗖ó𝗺𝗼 𝗽𝗼𝗱í𝗮 𝗼𝗹𝘃𝗶𝗱𝗮𝗿 𝗹𝗮 𝗽𝗿𝗼𝗺𝗲𝘀𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗵𝗮𝗯í𝗮 𝗵𝗲𝗰𝗵𝗼?
Elizabeth se acercó aún más, tocando su rostro, sus manos temblorosas sobre la piel marcada. Los ojos de ella reflejaban la compasión, el amor, pero también el sufrimiento. No quería que él siguiera sufriendo. No quería que esa espada siguiera siendo su única razón de existir.
— Athyel, yo te amaba, y aún te amo, pero … — su voz se quebró, y en su pecho se alzó un dolor antiguo, uno que nunca había dejado de latir — ¿𝘝𝘢𝘭𝘦 𝘭𝘢 𝘱𝘦𝘯𝘢 𝘱𝘦𝘳𝘥𝘦𝘳 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘰𝘮𝘰𝘴 𝘱𝘰𝘳 𝘶𝘯 𝘴𝘶𝘦ñ𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘺𝘢 𝘯𝘰 𝘦𝘹𝘪𝘴𝘵𝘦?
Athyel sintió la fuerza de sus palabras, pero también la debilidad de su alma. Podía sentir cómo sus fuerzas flaqueaban, cómo su corazón latía de forma errática, abrumado por la dolorosa certeza de que la mujer que amaba estaba pidiendo algo que él no podía darle.
— No quiero seguir siendo un esclavo de este poder, Elizabeth, pero … — su voz se rompió. Bajó la mirada hacia la espada, flotando a su lado como un monstruo que lo llamaba, que lo reclamaba. — He luchado tanto por este reino, por ti, por nosotros. Y ahora, ¿𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘰 𝘯𝘰 𝘷𝘢𝘭𝘦 𝘯𝘢𝘥𝘢?
Elizabeth, viéndolo tan perdido, tan vulnerable, entendió en ese instante lo que él no podía ver. La promesa que ambos habían hecho, la vida que soñaron juntos, ya no podía existir en un lugar como este. No por el precio que él pagaba.
—Athyel, —dijo ella con dulzura, pero con una firmeza que lo atravesó—. 𝘛𝘶 𝘷𝘪𝘥𝘢, 𝘵𝘶 𝘤𝘰𝘳𝘢𝘻ó𝘯, 𝘯𝘰 𝘷𝘢𝘭𝘦𝘯 𝘯𝘢𝘥𝘢 𝘴𝘪 𝘦𝘴𝘵á𝘯 𝘢𝘵𝘳𝘢𝘱𝘢𝘥𝘰𝘴 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘴𝘰𝘮𝘣𝘳𝘢 𝘥𝘦 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘺𝘢 𝘯𝘰 𝘦𝘴. Lo que luchaste por proteger, ya no existe. Lo único que queda, lo único que siempre ha sido real, 𝘴𝘰𝘮𝘰𝘴 𝘯𝘰𝘴𝘰𝘵𝘳𝘰𝘴.
Athyel cerró los ojos, el peso de sus propios sentimientos aplastándolo como una roca. ¿𝗖ó𝗺𝗼 𝗽𝗼𝗱í𝗮 𝗱𝗲𝗰𝗶𝗿𝗹𝗲 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝗼, 𝗱𝗲𝘀𝗽𝘂é𝘀 𝗱𝗲 𝘁𝗼𝗱𝗼 𝗹𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗵𝗮𝗯í𝗮 𝗱𝗮𝗱𝗼? ¿Cómo podía dejarla ir después de todo lo que había perdido?
Se acercó a ella lentamente, como si cada paso fuera una agonía, pero una agonía que conocía bien. Cuando sus manos se encontraron, cuando sus dedos se entrelazaron, un silencio pesado cayó sobre ellos. No eran solo las palabras las que los separaban, era la vida misma que los había dividido de una forma tan cruel.
Y entonces, él la miró. Sus ojos ya no brillaban con la esperanza, sino con una desesperanza cansada, y sus palabras salieron suaves, casi como un suspiro:
— Lo sé, Elizabeth. Pero si dejo todo esto atrás, todo lo que he hecho, ¿cómo podré vivir con eso? Si renuncio ahora, todo lo que me definió, 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘧𝘶𝘪, se desvanecerá. No puedo.
El dolor en su voz era profundo, imparable. Ella lo comprendió, pero aún así no pudo evitar que una lágrima cayera por su mejilla, la última de una esperanza rota.
— Entonces, —dijo ella, con la voz tan suave que apenas pudo oírse—, 𝑎𝑑𝑖ó𝑠. Si eso es lo que el destino ha elegido para nosotros, si tú no puedes dejarla atrás… entonces es aquí donde nos despedimos, Athyel.
Con un dolor indescriptible, ella lo abrazó una última vez, como si quisiera retener en ese instante todos los recuerdos, todo el amor que compartieron. Pero él la soltó suavemente, apartándose con la tristeza dibujada en su rostro, y en ese instante, supo que su destino ya estaba sellado.
La espada aún levitaba a su lado, y con un último vistazo hacia Elizabeth, un adiós silencioso, él se giró hacia el futuro incierto que le esperaba, mientras ella permanecía allí, mirando la figura que alguna vez había sido su vida, perdiéndose en la distancia. Athyel caminaba solo. La espada, esa herencia antigua de poder, yacía ahora fuera de sus manos, perdiéndose en las sombras del aire, convertida en una luz tan tenue como la esperanza que él sentía ahora en su pecho.
La luna, brillante y distante, apenas podía iluminar su camino. Las huellas que dejaba sobre el suelo parecían pesar más de lo que su cuerpo podría soportar. Las emociones se entrelazaban dentro de él, como una tormenta imparable: la pena, el dolor, la decepción, todo lo que había dado y perdido. El amor que se había desvanecido, la vida que ya no podía recuperar, los sueños rotos bajo el peso de su propia existencia.
El festival resonaba en el aire, como un eco lejano de la felicidad ajena a su sufrimiento. Risas, música, danzas… 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘢𝘲𝘶𝘦𝘭𝘭𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘢𝘭𝘨𝘶𝘯𝘢 𝘷𝘦𝘻 𝘱𝘦𝘯𝘴ó 𝘲𝘶𝘦 𝘤𝘰𝘮𝘱𝘢𝘳𝘵𝘪𝘳í𝘢 𝘤𝘰𝘯 𝘌𝘭𝘪𝘻𝘢𝘣𝘦𝘵𝘩. Pero en lugar de risas, en su pecho sólo había un vacío, una herida abierta que palpitaba, profunda y dolorosa. Los colores del festival danzaban ante sus ojos, pero no veía nada. Todo le era indiferente, como si la alegría de aquellos otros no pudiera alcanzar la oscuridad que se estaba apoderando de su alma. Cada paso que daba le hacía sentir más vacío, más roto. La maldición que antes solo lo tocaba, ahora lo devoraba.
De pronto, un ardor comenzó a recorrer su cuerpo. Un dolor feroz, como si algo estuviera desgarrando su carne desde adentro, como raíces que crecían bajo su piel, extendiéndose con furia. Esa fuerza extraña y oscura, lo reclamaba. Ya no era una bendición, sino una condena, y el precio de usar la hoja se hacía más evidente. El grito sordo del dolor se ahogó en su garganta. Sus piernas flaquearon, y, con un esfuerzo que ya no sabía de dónde provenía, dio un paso tras otro, avanzando sin rumbo, atravesando el valle que llevaba sus recuerdos más dulces, pero también más amargos, la montaña, su santuario, la cima donde habían compartido risas, promesas y sueños, apareció ante él, cruel y solitaria. Ahora parecía un espectro que lo llamaba hacia su final. La oscuridad de la noche se entrelazaba con la luz de la luna, creando sombras que se alargaban como dedos fríos y amenazantes. Llegó a la cumbre, sin fuerzas, sin esperanza. Se desplomó de rodillas sobre el suelo, donde antes había caminado junto a Elizabeth, y el dolor lo sacudió de tal forma que no pudo contener el llanto. Lágrimas ardientes caían de sus ojos, no solo por la maldición, sino por la pérdida de todo lo que amaba.
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:copyright: créditos a los respectivos autores por los recursos utilizados.
Sí has llegado a esta parte de mi historia, aprecio mucho te lo hayas leído, estamos cerca de desenvolver el final del relato, he aquí la tercera parte. ♡
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