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¡Hola! Es un gusto poder saludarlos, aquí vine con una nueva historia en formato de blog ante cuyo relato había querido presentar desde hacía un tiempo y al cual le dediqué un tiempo especialmente para que su lectura tenga buen disfrute. Aunque es también extensa; me aseguré de dividirla en tres partes para que sea más fácil navegar a través de la lírica que mis palabras buscan transmitir. Esto podrás encontrarlo al final con un enlace que te dirigirá a la siguiente parte.
Así que, ante cualquier expresión que quieras reflejar de mi narración, también puedes dejarme una sugerencia en los comentarios el cual estaré muy pendiente de ver. Ahora, sí has llegado hasta esta parte, estaré muy agradecido sí le das la oportunidad de conocerla.
⸺̤ ‹ ✿ 신 :
En el corazón de un reino, donde las sombras se tejían entre los edificios en ruinas y el viento susurraba promesas olvidadas, existía un artefacto tan antiguo como el mismo palacio real en su epicentro. Una espada forjada en el crisol de los dioses, un arma cuya existencia era conocida solo por los que estaban destinados a gobernar, por los que serían llamados a asumir el peso de la corona. Esta espada, cuya hoja brillaba con una luz celestial y cuya empuñadura parecía retener el aliento de las estrellas, no era un simple objeto de poder. Era un vínculo entre el cielo y la tierra, un don divino entregado solo a aquellos que fuesen dignos. La leyenda decía que solo aquellos cuyo corazón estuviera marcado por una pureza irrompible podrían empuñar esa espada. Pero la pureza no era solo moral.
Era un equilibrio entre fuerza y compasión, entre sacrificio y orgullo, entre amor y deber. El portador debía ser nombrado rey ante la mirada atenta de los altos mandos, ante la sociedad que lo aceptaba y le otorgaba el derecho a gobernar. Solo entonces, con la validación de su pueblo y la bendición de la corona, la espada se alzaría de su caja de madera labrada y adornada con joyas, brillando en su gloria celestial. Sin embargo, había una condición cruel. Aquellos que no eran llamados rey por sus tierras, aquellos cuyo corazón no resonaba con la nobleza que la espada requería, nunca serían dignos de su poder. El metal divino permanecería opaco y mudo, como un simple trozo de hierro olvidado. Y aunque su forma era elegante, su propósito solo se revelaría cuando la dignidad y la pureza de la voluntad del rey se alinearan perfectamente con la esencia del reino. De lo contrario, la espada permanecería prisionera de su propia grandeza, enclaustrada en su caja, como una joya inútil en medio de una corona vacía.
Hace muchos años, cuando el reino brillaba bajo el sol como un campo de oro, cuando las sombras no se cernían sobre la tierra, existía la figura de un joven que aspiraba ser un héroe, quien por sus talentos a tan temprana recibió muchos elogios, cuyo nombre era Athyel Hewe y su más fiel confidente, la princesa a quien compartían más que un amor; compartían una amistad, una complicidad tan profunda que solo aquellos que se han entregado sin miedo a la vida misma podrían comprender. Fueron jóvenes, fue un amor que nació entre risas bajo los árboles del palacio, entre conversaciones nocturnas al borde de la cascada del castillo, donde el sonido del agua se mezclaba con las palabras suaves que se decían. La princesa, aún en su juventud, era un faro de luz para el reino, una mujer de espíritu firme y corazón noble, mientras que Athyel, fuerte y audaz, era su sombra leal, su protector, el hombre cuya fuerza nunca descansó mientras ella estuviera cerca.
Juntos caminaron por la vida como compañeros inseparables, una pareja cuya conexión trascendía la corte, las obligaciones del reino, los protocolos de la realeza. Pero, como toda historia con amor verdadero, también había sombras. Ella como próxima reina, aunque llena de vitalidad, ocultaba una debilidad mortal en su cuerpo. Durante largos meses, se mostró cada vez más pálida, su risa sonaba a veces apagada, y los médicos que la atendían solo hablaban de "un mal incurable" que se iría apoderando de su salud lentamente. En su fragilidad, ella le había hecho una promesa a su par más leal: "𝐴𝑛𝑡𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑠𝑡𝑒 𝑟𝑒𝑖𝑛𝑜 𝑠𝑒 𝑑𝑒𝑠𝑚𝑜𝑟𝑜𝑛𝑒, 𝑎𝑛𝑡𝑒𝑠 𝑑𝑒 𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑙 𝑝𝑒𝑠𝑜 𝑑𝑒 𝑚𝑖 𝑎𝑢𝑠𝑒𝑛𝑐𝑖𝑎 𝑡𝑒 𝑣𝑒𝑛𝑧𝑎, 𝑗𝑢𝑟𝑎𝑚𝑜𝑠 𝑐𝑎𝑚𝑖𝑛𝑎𝑟 𝑗𝑢𝑛𝑡𝑜𝑠 ℎ𝑎𝑐𝑖𝑎 𝑒𝑙 𝑓𝑖𝑛 𝑑𝑒 𝑛𝑢𝑒𝑠𝑡𝑟𝑜𝑠 𝑑í𝑎𝑠, 𝑠𝑖𝑛 𝑚𝑖𝑒𝑑𝑜, 𝑐𝑜𝑛 𝑎𝑚𝑜𝑟."
Athyel había hecho esa promesa con una sonrisa cargada de un amor inquebrantable, pero en el fondo sabía que la sombra de la enfermedad siempre los acechaba, que sus días juntos no durarían tanto como desearían. Pero aún así, juntos, se enfrentaron al mundo, al reino que amaban. Ella, siempre con la elegancia de quien ya había aceptado la fragilidad humana. Y él, con el rigor que le daban sus grandes proezas y su devoción.
Años pasaron, y llegó el día en que la enfermedad de la próxima reina, esa sombra que había estado acechando silenciosa, finalmente se llevó su vida. Athyel, quien había jurado protegerla hasta el último de sus días, se vio impotente ante esa inevitable despedida. La reina, en su lecho de muerte, lo miró con ojos que brillaban con una mezcla de amor y tristeza, y en su último susurro, le entregó un deseo: "𝐻𝑎𝑧 𝑝𝑟𝑜𝑠𝑝𝑒𝑟𝑎𝑟 𝑒𝑠𝑡𝑒 𝑟𝑒𝑖𝑛𝑜, 𝐴𝑡ℎ𝑦, 𝑞𝑢𝑒 𝑚𝑖 𝑎𝑚𝑜𝑟 𝑝𝑜𝑟 𝑡𝑖 𝑛𝑜 𝑠𝑒𝑎 𝑠𝑜𝑙𝑜 𝑢𝑛𝑎 𝑚𝑒𝑚𝑜𝑟𝑖𝑎. 𝐷𝑒𝑗𝑎 𝑞𝑢𝑒 𝑚𝑖 𝑒𝑠𝑝í𝑟𝑖𝑡𝑢 𝑣𝑖𝑣𝑎 𝑎 𝑡𝑟𝑎𝑣é𝑠 𝑑𝑒 𝑡𝑢 𝑓𝑢𝑒𝑟𝑧𝑎. 𝑁𝑜 𝑑𝑒𝑗𝑒𝑠 𝑞𝑢𝑒 𝑒𝑙 𝑡𝑖𝑒𝑚𝑝𝑜 𝑎𝑐𝑎𝑏𝑒 𝑐𝑜𝑛 𝑡𝑜𝑑𝑜 𝑙𝑜 𝑞𝑢𝑒 𝑐𝑜𝑛𝑠𝑡𝑟𝑢𝑖𝑚𝑜𝑠." En ese momento, cuando ella dejó de respirar, algo en su corazón se quebró. No solo perdió a su amada, sino que se sintió, por primera vez, completamente solo en un mundo que ya no tenía sentido.
❝ — ¿Cómo podría continuar? ¿Cómo podría seguir luchando por un reino que ahora se sentía vacío? — Y sin embargo, cuando los días siguieron su curso, fue la espada divina, aquella que solo un rey podía empuñar, la que le ofreció la respuesta. ❞
El día de su coronación fue uno de esos días gloriosos que quedarán grabados en la memoria de todos los habitantes del reino. La plaza del castillo estaba llena de gente, las banderas ondeaban al viento como una sinfonía de colores brillantes, y el sol caía en haces de luz dorada sobre las murallas de piedra. Cuando el caballero se presentó ante los altos mandos, la espada descansaba en su pedestal de mármol, resplandeciente, esperando el momento de ser levantada.
Los murmullos del pueblo eran audibles entre la multitud: "¡É𝑙 𝑠𝑒𝑟á 𝑒𝑙 𝑟𝑒𝑦! ¡𝐴𝑡ℎ𝑦𝑒𝑙 𝐻𝑒𝑤𝑒𝑙, 𝑞𝑢𝑖𝑒𝑛 𝑠𝑖𝑒𝑚𝑝𝑟𝑒 𝑙𝑢𝑐ℎó 𝑝𝑜𝑟 𝑛𝑜𝑠𝑜𝑡𝑟𝑜𝑠!" Y, al alzar la espada, el caballero sintió cómo una fuerza desconocida se apoderaba de su cuerpo. La espada, con su metal tan afilado como la verdad, lo tocó, lo eligió, y con ese toque divino, un poder indescriptible recorrió sus venas. La multitud aclamó, y él, con su alma llena de orgullo, aceptó la corona. Ahora, él no solo era el protector del reino. Era su soberano, su dios viviente.
Al principio, no comprendió del todo lo que eso significaba. El poder de la espada le otorgaba una fuerza sobrenatural, una habilidad que lo hacía invencible, casi eterno. Los años pasaron, y el caballero se acostumbró a esa nueva vida, a la responsabilidad de gobernar, a las decisiones que tenían la vida de todos en sus manos. Cada día, con cada victoria en el campo de batalla, con cada pacto firmado, el caballero se sumergió más en ese poder. Pero la sombra, la que su alma había temido durante tanto tiempo, comenzó a crecer. Las marcas en su piel, pequeñas al principio, comenzaron a extenderse como raíces oscuras, como grietas en su propia humanidad.
❝ — “Es el precio del poder” se decía a sí mismo. “Es solo un desgaste temporal. Este reino necesita mi fuerza, y por eso debo seguir luchando. Por ella.” ❞
Pero nadie le advirtió que el poder que le otorgaba la espada no solo lo bendeciría, sino que lo consumiría. La espada no era solo un don; era una maldición disfrazada. Con cada victoria, con cada avance, el caballero sentía cómo una parte de él se desvanecía, cómo su corazón se endurecía, cómo su alma se alejaba de todo lo que alguna vez había sido. Y sin darse cuenta, su humanidad comenzaba a desmoronarse mientras su poder crecía.
El caballero, cuyo nombre había sido inscrito en las canciones de los poetas por su valentía, y cuyas hazañas se susurraban en los pasillos del reino, había sido uno de los pocos en poder sostener la espada. No fue por un merecimiento divino, sino por una fatalidad que él mismo nunca entendió. Cuando fue proclamado rey, la espada se alzó ante él, brillando con una luz cegadora. Pero pronto, la dicha se convirtió en una carga insoportable. La espada, al igual que el poder que le otorgaba, no era solo una bendición. Era una maldición que lo arrastró hacia una lucha interminable. Un líder invencible, pero condenado a un desgaste lento, invisible, como si la misma esencia de su alma fuera drenada, gota a gota, por la espada que una vez le otorgó su poder.
─────── ⸺̤ ‹ ✿ 신 :
Con el pasar de los años, Athyel, cuyo nombre ya era casi un susurro olvidado en las viejas canciones, se encontraba solo una vez más. En la solitaria torre donde había jurado proteger el reino hasta el último de sus alientos, el aire se sentía pesado, como si el mismo viento temiera atravesar las paredes de su morada. Había perdido tanto ya: su juventud, su salud, sus sueños. Y aún así, allí seguía, con las marcas de una maldición sobre su piel, las cuales se desplegaban como sombras líquidas, corroyendo su carne, mientras su alma intentaba resistir un poder que tanto lo quería consumir. Las visiones de Elizabeth eran las únicas que aún mantenían un vestigio de esperanza en su corazón. Había pasado tanto tiempo desde que ella se había ido, desde que su alma se despidió del reino. Pero, de alguna manera, él la veía en cada rincón de su vida, una imagen etérea, que aunque desvanecida por el tiempo, nunca había dejado de ocupar su mente y su alma. Aquella reina, que aún rondaba su pensamiento, parecía haber dejado un deseo irrompible en él: ver su reino prosperar, esa fue la única promesa que la reina le había pedido antes de su partida. Una promesa que había dado más sentido a su existencia que cualquier otro amor o gloria que hubiera conocido.
La luna colgaba baja sobre el horizonte, pintando el paisaje de sombras largas y plateadas, cuando Athyel Hewe decidió permanecer en su pensamiento al vacío que esa soledad lo conducía, donde su destino lo había llevado, arrastrado por una necesidad tan vieja como su propio ser ante el gran ventanal que le permitía recibir las corrientes de aire de aquella torre. En su espalda, esa arma divina descansaba en su estuche, uno hecho a medida, adornado con filigranas de plata y obsidianas que reflejaban la luz de la noche. Sin embargo, aquél relicario de poder incalculable, fluyó desde su funda en cuanto él se detuvo. La espada, que levitaba a su lado como si fuera una extensión de su alma, comenzó a girar, como un guardián invisible, protegiéndolo del peso del mundo que había sobre sus hombros.
A lo lejos, en la penumbra, una figura se perfiló en la distancia, una silueta que se alzaba tan serena y tan conocida. Era ella. Elizabeth Leynthey, la reina que había perdido, la reina que había dejado un vacío en su corazón, la reina que él había amado con cada fibra de su ser. Sus ojos se encontraron, y en ese segundo, toda la carga de los años de lucha y sacrificio se desmoronó, dejando solo una verdad simple, pura y desgarradora: ella estaba viva. Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Athyel, y antes de que sus pensamientos pudieran dar forma a sus emociones, sus piernas lo llevaron hacia ella, como un imán que atraía al hierro, sin remisión, sin barrera. El estuche de la espada flotaba detrás de él, como si el destino de su vida estuviera, de alguna manera, atado a ese encuentro.
— Elizabeth . . . — susurró, su voz quebrada por las lágrimas, como si cada sílaba le costara un peso insoportable. Se lanzó hacia ella sin pensar, como si no hubiera espacio entre los dos, como si el tiempo fuera una ilusión efímera que ya no importaba.
Cuando sus brazos la rodearon, ella lo recibió sin vacilar, su cuerpo tan cálido, tan real, como la memoria que él había preservado en lo más profundo de su alma. Él la apretó contra su pecho, sintiendo la suavidad de su rostro, la fragancia de su cabello que lo envolvía en una mezcla de nostalgia y deseo. Y mientras sus manos temblaban, como si el acto mismo de abrazarla lo desbordara, las lágrimas empezaron a caer de sus ojos, empapando su cabello, su cuello, como una lluvia que purificaba su corazón herido.
— No . . no puedes ser real … — dijo entre sollozos, la desesperación y la incredulidad apoderándose de él. Las palabras no podían capturar lo que sentía. Su mundo, que había estado lleno de sombras y sacrificios, se iluminaba con solo tenerla cerca.
Elizabeth levantó la cabeza, su mirada reflejando una tristeza profunda, pero también una calma serena que había adquirido durante su ausencia.
La noche estaba envuelta en un aire pesado, como si el universo, en su infinita paciencia, hubiera suspendido el tiempo en el momento exacto en que el caballero la vió. Allí, en la penumbra de su palacio, donde las sombras se alargaban como brazos de un destino incierto, Elizabeth dió aparición ante él, tan etérea, tan real, tan distante como el sol que una vez brilló en su reino. Pero, a diferencia de las noches pasadas, la reina no estaba acompañada por la muerte. Ella había regresado, sí, pero no como un espíritu cautivo de un recuerdo triste. No era su alma atrapada entre las brumas del olvido, sino ella misma, con su cuerpo intacto, su piel tan suave y cálida como siempre, y sus ojos, esos ojos llenos de esa luz que solo ella poseía. La enfermedad que una vez le consumió, esa sombra que había caído sobre su vida, parecía haberla dejado atrás.
— Lo soy, Athyel … lo soy. — Su voz, suave y quebrada, parecía susurrar la verdad de toda una vida que había permanecido oculta, separada por el dolor del olvido.
Pero ahora, aquí, frente a ella, el mundo parecía detenerse.
Cuando sus ojos se encontraron, la realidad se desmoronó. Todo, el poder, las marcas que se extendían como raíces oscuras por su cuerpo, las ruinas de su reino, todo se desvaneció por un momento. Solo existían ellos dos, esa conexión irrompible que había sido tejida con los hilos más delicados del amor. Elizabeth, al comprender el dolor y la transformación que lo había marcado, sintió una oleada de emociones que la desbordaron. Se acercó a él, su figura tan pura, tan llena de una suavidad que contrastaba con las cicatrices de guerra y tristeza que marcaban la piel de su amigo más intimo. En un impulso que los arrastró al mismo tiempo, él la abrazó, sus brazos rodeándola con una fuerza que, a pesar de todo su sufrimiento, no deseaba soltar. Ella se entregó, cerrando los ojos por un instante, sintiendo cómo el tiempo volvía a ella, cómo el cariño, la familiaridad de su presencia la envolvía como una cálida llama.
Antes de que pudiera decir más, él la besó. No era solo un beso, era la consumación de todo lo que había sufrido, de todo lo que había anhelado. Sus labios se encontraron en un abrazo desesperado, como si en ese beso pudieran borrar los años de separación, las dudas que habían marcado sus corazones. Era un beso que hablaba de todo lo que habían sido, de lo que aún eran, de un amor que nunca desapareció, aunque la distancia y la muerte lo hubieran intentado. El mundo, en ese instante, se desvaneció a su alrededor. Nada más existía. Solo ellos, suspendidos en una burbuja de tiempo eterno. Al separarse, Athyel la miró, su alma desnuda ante ella, como si por fin pudiera ver más allá de las sombras que habían cubierto su visión durante tanto tiempo. (...)
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:copyright: créditos a los respectivos autores por los recursos utilizados.
Sí has llegado a esta parte de mi historia, aprecio mucho te lo hayas leído, he aquí la segunda parte. ♡
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