Capítulo 2: "Los lazos que nos unen"
Shizuoka, Japón – Año 1988
El tren silbó su último aliento metálico al frenar. Brick descendió con paso pesado, arrastrando tras de sí el eco de un pasado que no terminaba de soltarle los tobillos. Su abrigo olía a ceniza vieja, a resguardo, a años de silencio. Japón era una tierra extraña para él, pero en alguna parte de esa isla, le habían dicho, se encontraba su hija.
El andén era gris. Gris la gente. Gris el cielo. Y entre todo ese cemento, un pequeño destello humano: un niño, encogido en un rincón, tosiendo entre sollozos, con la piel pálida y los ojos febriles. Era un crío delgado, de no más de nueve o diez años. Lo custodiaban dos guardias médicos, pero no parecía haber nadie más que se hiciera cargo.
Algo se quebró en Brick. Tal vez una memoria enterrada. Tal vez el reflejo de sí mismo décadas atrás. Se acercó sin pensarlo.
—¿Qué pasa con él? —preguntó con voz seca, áspera por los años.
—Lo encontraron en un contenedor de carga, apenas consciente. No habla mucho. No sabemos si tiene familia —dijo una enfermera joven, sin levantar demasiado la vista.
El niño alzó los ojos. Sus pupilas eran oscuras y vacías, como pozos sin fondo. Brick sintió algo en el estómago. No compasión. Algo más visceral. Una conexión.
—Yo lo llevo —dijo de pronto, sin saber bien por qué.
Horas más tarde, tras internarlo y asegurarse de que recibiera atención médica, Brick se dirigió al recinto donde —según los informes de Goliath— estaba su hija. Habían pasado catorce años desde la última vez que la vio. En su mente, Yuri seguía siendo una bebé entre algodones y llanto. Pero ahora...
Cuando la puerta se abrió, no encontró una niña, sino una adolescente alta, con el cabello dorado cayendo en ondas rebeldes hasta los hombros. Sus ojos verdes, idénticos a los de su madre, lo miraron apenas un segundo antes de que corriera hacia él. Lo abrazó sin reservas. Como si el tiempo no importara.
Brick no supo qué decir. Solo la rodeó con sus brazos y respiró hondo. Ella olía a laboratorio, a libros, a juventud con hambre de conocimiento.
—Papá... —dijo Yuri, sonriendo como si no hubieran pasado los años—. ¡No cambiaste nada!
Hablaron durante horas. Yuri le contó sobre sus estudios de medicina, sus investigaciones tempranas en biotecnología, sobre los programas que Goliath patrocinaba para jóvenes con aptitudes especiales. Brick se sintió orgulloso. No solo por lo que era, sino por la fuerza con la que esa niña se había abierto paso en un mundo cruel.
En un momento, mencionó al niño que había recogido. Tsuji, se llamaba. Yuri se interesó enseguida. Le preguntó por su edad, por su estado de salud, por lo que sabía de él.
—Quizá... —dijo con una sonrisa leve— podrías cuidarlo. Si no tiene padres, si no recuerda nada, ¿por qué no ofrecerle un lugar seguro? Nadie debería crecer sin sentir el calor de una familia.
Brick se quedó en silencio. Lo pensó. No era un hombre perfecto. Ni siquiera uno bueno. Pero podía intentarlo. Y aunque no lo dijera, algo en ese niño le recordaba a sí mismo... y a lo que pudo haber sido si alguien hubiera hecho por él lo que ahora él podía hacer por otro.
Unos días después, padre e hija regresaron al hospital. Brick firmó los papeles. Se ofreció a costear el tratamiento del niño. No sabía lo que vendría después. No imaginaba que ese crío, Tsuji Rynosuke, algún día estaría vinculado a un conflicto que pondría en jaque a la humanidad.
Pero en ese momento... solo importaban los lazos que los unían.
El sol de la mañana filtraba una luz tenue por las cortinas del hospital. El cuarto estaba en silencio, salvo por el pitido rítmico del monitor cardíaco y el leve roce de las sábanas cuando el niño se movió.
Tsuji abrió los ojos con lentitud, desorientado. Al principio no reconocía nada: ni el techo blanco, ni el olor a desinfectante, ni el vendaje en su brazo izquierdo. Giró la cabeza apenas y entonces la vio. Una chica de cabello dorado, ojos verdes y expresión amable estaba sentada a su lado, hojeando distraídamente una revista médica.
El niño parpadeó, confuso, y dijo con voz ronca:
—…¿Mamá?
Yuri lo miró sorprendida por un segundo, pero luego sonrió con suavidad, sin burlarse, sin corregirlo de forma abrupta. Solo se acercó con dulzura y le apartó un mechón del cabello sudado de la frente.
—No, pequeño… No soy tu mamá —respondió con calidez—. Pero si querés, puedo quedarme hasta que vuelvas a sentirte mejor.
Tsuji asintió con la cabeza lentamente. Cerró los ojos de nuevo. El peso de su fiebre aún lo tiraba hacia el sueño, pero en su corazón algo se había asentado: no estaba solo.
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Mientras tanto, en la recepción del hospital, Brick forcejeaba verbalmente con una enfermera de voz aguda y paciencia limitada. Tenía un papel en la mano y lo agitaba como si eso ayudara a que se entendieran.
—¿Cuánto cuesta? ¿Cuánto, cuánto... eh... yenes? ¿Yurros? ¿Lo que sea? —dijo con frustración, señalando el formulario—. No sé qué carajo estoy firmando.
La enfermera, visiblemente incómoda, hablaba en japonés tan rápido que a Brick le parecía que lo estaban retando por algo.
—¡¿Pero qué me está diciendo esta señora, Yuri?! ¡Me va a sacar un riñón por cuidar a un pibe que ni sé si se baña solo!
Yuri apareció a su lado justo a tiempo, ahogando una carcajada. Tsuji, aún algo débil pero de pie, se asomó detrás de ella, curioso. Al verlos, la enfermera pareció aliviada.
—Papá, por Dios... estás diciendo cualquier cosa —murmuró Yuri en español mientras comenzaba a traducir amablemente lo que Brick necesitaba saber.
Tsuji, con timidez, se acercó y susurró algo en japonés. Yuri tradujo.
—Dice que puede ayudar a traducir también… aunque no sabe muchas palabras difíciles.
Brick se agachó un poco, miró al niño y le dio una palmadita torpe en el hombro.
—Gracias, campeón. Vos ya me salvaste del papelón más grande desde que confundí un bidet con una pileta para lavar verdura.
El chico soltó una leve risa, la primera desde que lo habían encontrado.
Entre los tres lograron finalizar el papeleo, con Yuri haciendo de traductora principal y Tsuji corrigiendo a Brick cada vez que decía “arigatón” en lugar de “arigatō”. Brick, por dentro, no entendía cómo había terminado envuelto en todo aquello: en un país que no era suyo, junto a una hija adolescente que parecía más madura que él, y ahora con un niño a cuestas que probablemente ni siquiera tenía un apellido.
Pero algo en ese caos improvisado le hacía sentir —por primera vez en muchos años— que tal vez aún podía reconstruir algo. Que los lazos que se tejen con la sangre, la voluntad o la compasión, eran igual de fuertes si uno sabía cuidarlos.
Y mientras Yuri firmaba el alta médica temporal de Tsuji, y Brick intentaba memorizar cómo decir “hola” sin escupirse encima, el pequeño los miraba en silencio… y por primera vez, se permitió imaginar un futuro que no doliera tanto.
Brick no era un hombre que se adaptara con facilidad. Había vivido demasiado, había visto demasiadas cosas. Pero cuando miraba a Yuri, tan decidida a estudiar medicina, a investigar, a abrirse paso en un mundo que siempre le había dado la espalda, algo en él cambiaba. Y cuando veía a Tsuji, ese niño silencioso de ojos tristes que cada día sonreía un poco más, entendía que el cambio no era un sacrificio… sino una segunda oportunidad.
Decidió quedarse. No fue fácil al principio: el idioma seguía siendo un muro, la cultura una selva, y su temperamento no encajaba ni en los trenes ni en las filas ordenadas de los supermercados japoneses. Pero Brick tenía lo que muy pocos: obstinación y causa. Y ahora tenía dos.
Consiguió trabajo como asistente de enlace para la policía local, haciendo de traductor en operaciones que involucraban agencias extranjeras. Usaba su inglés rudimentario, mezclado con su castellano arrastrado, y gestos más efectivos que cualquier verbo. A cambio, el cuerpo le daba techo, comida, y un modesto salario que alcanzaba para vivir tranquilo… y cuidar de Tsuji.
Lo llevó a su nuevo departamento en Shizuoka, un pequeño espacio de dos habitaciones con paredes delgadas y una ventana con vista a un callejón tranquilo. Al principio, el niño dormía encogido en un rincón del futón, como si no mereciera ocupar tanto espacio. Brick, sin decir nada, simplemente lo arropaba cada noche y le dejaba una taza de leche caliente en la mesa. No era un hombre de palabras suaves, pero la rutina era su forma de decir “estás a salvo”.
Tsuji, por su parte, comenzó a abrirse. Iba a clases, hacía dibujos, cocinaba arroz (aunque siempre se le pasaba), y poco a poco comenzó a llamarlo "tōsan"... papá.
Y a Brick no se le rompió la voz cuando lo escuchó por primera vez. Solo asintió, encendió un cigarrillo, y siguió pelando papas.
Los años fueron pasando entre Japón y Argentina. Brick tenía un pie en cada tierra: su corazón dividido entre el sur que lo vio nacer, y el oriente que le ofrecía algo parecido a la redención.
Cada tanto, tomaba vacaciones y llevaba a Yuri y Tsuji a la Patagonia. Caminaban por las viejas rutas de Puerto Madryn, visitaban el mar, comían empanadas caseras. Tsuji nunca hablaba mucho durante esos viajes, pero siempre pedía volver. Le gustaba la vastedad del paisaje, el cielo abierto, el silencio que parecía abrazarlo.
Luego, regresaban a Japón con maletas llenas de galletas y fotos borrosas. Y la rutina seguía. Yuri, más madura cada año, se abocaba a sus estudios de medicina con una pasión casi fanática. A veces discutía con Brick sobre teorías médicas, sobre genética, sobre ética… y Brick, aunque no siempre entendía todo, la escuchaba con atención. A veces simplemente la miraba, con el corazón apretado, porque era como ver a su esposa muerta caminando otra vez.
Y Tsuji… crecía. Dejaba de ser un niño. Empezaba a mirar más allá, a hacer preguntas difíciles, a sospechar que en su historia faltaban piezas. Brick siempre supo que ese día llegaría.
Pero por ahora, en aquel rincón del mundo donde tres personas sin sangre común compartían el pan, la mesa y el silencio, había algo parecido a una familia. Incompleta, improvisada, pero real.
Los lazos que nos unen no siempre se tejen con sangre. A veces, se construyen con elección, con actos sencillos, con la voluntad de quedarse cuando todo en el mundo nos dice que escapemos.
Y Brick, sin saberlo, estaba escribiendo el capítulo más importante de su vida.

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