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𝐄𝐥 𝐧𝐢𝐧̃𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐥𝐥𝐨𝐫𝐚

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𝐄𝐋 𝐍𝐈𝐍̃𝐎 𝐐𝐔𝐄 𝐍𝐔𝐍𝐂𝐀 𝐋𝐋𝐎𝐑𝐀

𝐔𝐫𝐲𝐮𝐞 𝐒𝐜𝐡𝐚𝐭𝐭𝐞𝐧

Tenía seis años la primera vez que papá me llamó inútil. No porque me hubiese lastimado, sino porque me sangraba la mano. Me dijo que la sangre era un lujo que no podían permitirse los que nacieron para servir. En ese momento, yo era demasiado inocente para comprender las necesidades humanas, pero... ¿A eso se le podía llamar "ser humano"?

Con el tiempo entendí que lo que él quería no era un hijo. Era una herramienta. Y las herramientas no sienten.

Las opiniones estaban reguladas de cierta forma en la que no se podía permitir juzgarlas: no hables, solo cuando yo te diga; no pienses, nadie te pidió tú juicio; no sonrías, la inocencia no existe en éste lugar. Y la favorita de las mentes retorcidas; no llores, a menos que quieras abrirte más la herida.

Papá era distinto antes. Nunca cariñoso, pero... Por lo menos se le podía decir humano. Decía que mamá era su paz. Su única debilidad. La única razón por la que dejaba de lado el cigarro a la noche y le bajaba a su tono de voz al hablar. Pero el día que ella dejó de pisar esa casa y se fue, dejándonos para poder ella vivir una mejor vida. Papá no volvió a dormir en su cama. No volvió a llamarnos por nuestros nombres. Nos convertimos en eso que quedó. En lo que no se atrevía a querer.

Mi hermano tenía cuatro años cuando mamá se fue. Todavía no sabía ni atarse los cordones, pero incluso era más inteligente que yo, entendía que algo se había roto. Lloraba por las noches, y yo estaba ahí, le decía que estaba bien, que volvería. No sabía mentir, pero aprendí a hacerlo por él. Papá no le hablaba. Solo me miraba a mí cuando el chico lloraba. Como si yo fuera el error. Como si fuese mí cargo reflejar el método de aprendizaje que él tanto quería demostrar sobre nosotros.

Cuando volvía del colegio, no me esperaban las clásicas preguntas amorosas o de suma importancia para recordarme los momentos especiales que pase en las últimas horas. Pero tampoco digamos que eran del todo importantes

Uno de los dos era el que tenía que ser responsable de hacer los labores de la casa e ir a la escuela; hacer la comida, limpiar la casa, sacar la basura, eliminar las amenazas. Era agotador. Pero a pesar de todo yo no perdía tiempo en enseñarle las cosas que aprendía en la escuela a mí hermano, por más complejas que fueran. Él era el único que me preguntaba de mí día, el que me brindaba la nula felicidad que había debajo de esa polvorienta pocilga, si hay otra definición para llamar eso un hogar.

𝐏𝐫𝐞𝐩𝐚𝐫𝐚𝐜𝐢𝐨́𝐧

𝙸

Pronto iba a cumplir los 12 años, y mí hermano aún estaba recién en sus 9 años. Papá se iba de a poco poniendo más estricto con las reglas de la casa, sabía con qué mirada me veía, me ponía los pelos de punta. Sabía que si no hacía algo para satisfacerlo no me dejaría descansar nunca, tenía que hacer algo por mí, y por mí hermano.

Hasta que escuche de sus palabras soltar...

— "Uno de ustedes entendió lo que tenía que ser. El otro… no sirvió. —

Desde ese momento, sabía que era mí perdición. Entonces lo hice, me volví más fuerte, dejé el miedo atrás y el coraje se volvió una virtud, ya no lo miraba con esa misma mirada aterradora, ahora simplemente era solamente una figura. Me volví más capataz y más estricto al igual que él. Seguía siendo el mismo. Pero de la lealtad, perdí mí humanidad, y con eso el brillo de mis ojos.

Papá empezó a ver a mí hermano con indiferencia y desdén, ahora que lo recuerdo. El silencio era notable y ya no se dirigía al más chico, habían gestos pequeños. Eso... ¿Era buena señal, no es así? Papá no se está fijando en él, no corre ningún peligro.

Ya no lo nombraba. Le hablaba a través de mí, como si él no estuviera en la habitación. A veces, ni eso. Si lloraba, decía que hacía ruido. Si temblaba, decía que estaba sucio. Empecé a notarlo. No de golpe, no como un grito. Fue como una cuerda que se tensa en silencio, hilo a hilo, hasta que ya no hay espacio para respirar.

Un día lo escuché murmurar:

— No puedo permitirme errores dos veces. —

No supe qué significaba en ese momento. Pero algo se rompió en mí. Algo frío. Algo que todavía vive.

𝐄𝐥 𝐦𝐚𝐫𝐜𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐩𝐮𝐞𝐫𝐭𝐚

𝙸𝙸

No recuerdo qué fue lo que me detuvo ese día. Quizá la voz de papá, baja pero firme. Quizá el temblor que me recorrió el pecho cuando escuché que no lo llamaba por su nombre. Solo dije que iba al baño. Caminé por el pasillo en penumbra. La puerta estaba entreabierta. Bastó un paso más. Y lo vi.

Mi hermano estaba de pie, descalzo, con la camisa mal abrochada. Tenía los ojos abiertos como si tratara de leer algo en el rostro de papá. Como si todavía esperara una respuesta que nunca llegó.

—¿Yo… estoy haciendo mal las cosas? —preguntó, con la voz temblorosa.

Papá lo miraba como se mira una hoja en blanco que no va a servir. Sin rabia, sin culpa. Solo determinación. Alzó la voz con ese tono firme de él

— Vos ya estas mal de fábrica. —dijo

— No hay forma de arreglar eso. —

Mi hermano dio un paso atrás. Yo abrí la boca, pero no hice ningún sonido. Sentí el frío del picaporte en la mano. No entré. No dije nada. Solo miré cómo papá se agachaba, lo tomaba por los brazos y lo alzaba como si no pesara nada.

Intentó gritar, lo sé. Vi su boca abrirse, sus ojos buscar los míos. Lo único que pude hacer fue mirarlo, y suplicar en silencio que no doliera. Pero dolió. Dolió tanto que todavía lo escucho ahogarse aunque ya no tenga voz.

Cuando entré, era tarde. Cuando dije su nombre, ya no podía responderme. Cuando lloré, fue por dos: por él, y por el pedazo de mí que murió esa noche también.

Creí que si yo me volvía fuerte, si dejaba de llorar, de temer, de hablar, él se salvaría. Pensé que podía protegerlo con el ejemplo. Que si papá me veía como una máquina útil, dejaría de mirar al más chico como un problema. Pero lo entendí demasiado tarde.

Para él, solo había lugar para uno. Uno servía. Uno fallaba. Y cuando lo decidió, ni siquiera gritó. Solo me miró y dijo:

— Este no iba a llegar a nada. Asegurémonos de no desperdiciar más recursos. —

𝐋𝐚 𝐨́𝐫𝐝𝐞𝐧

𝙸𝙸𝙸

El cuerpo de mi hermano quedó tirado de lado, como una muñeca mal doblada. Tenía los ojos abiertos. Las uñas sucias. Y esa pequeña mancha roja en el cuello que parecía seguir latiendo aunque ya no tuviera pulso.

Me acerqué, sin saber qué hacer. Sentí el mundo reducirse a ese cuarto. A ese cuerpo. A mí. Escuché mi respiración como si fuera de otro. Y después, la voz.

— Vas a enterrarlo. — Dijo papá desde atrás, como si me diera instrucciones para armar una caja.

—No... no puedo. — Respondí sintiendo cómo mí garganta se ahogaba.

— Vas a hacerlo. Porque en la guerra se entierra a los que no siguen el paso. Y vos vas a aprender a seguir caminando, sin mirar atrás. —

Me llevó afuera. Me puso una pala en la mano. Me miró como si ya no fuera su hijo, sino algo que tenía que terminar de moldear. Cavé. No sabía cuánto. Ni cuán profundo. El pasto era duro, y las raíces se enredaban como si intentaran evitar que cometiera el acto.

No hubo palabras. No hubo despedida. Solo una manta, un pozo mal hecho, y mis lágrimas cayendo como única ofrenda. Temblaba tanto que casi dejo la pala dentro. Pero no me dejaron.

𝐄𝐥 𝐥𝐥𝐚𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐮𝐧 𝐜𝐮𝐞𝐫𝐯𝐨

𝙸𝚅

La mañana siguiente olía a pan tostado y a podredumbre.

Papá tomaba café. Como si el mundo no hubiera cambiado la noche anterior. Yo no le dirigí la palabra, es más, me alejé a la encimera a servirme un vaso de agua, mis labios no llegaron a tocar el cristal que escuche la voz rasgada de papá sermonearme, era tan fastidioso, casi como si lo hiciera a propósito.

— No podés hacer nada bien, ¿no? —Dijo, sin mirarme

— Ni siquiera lo enterraste como se debe. —

Estaba por responderle, honestamente ya no me importaba, no pude dormir toda la noche por pensar en eso, que ahora me lo venía a recordar. Me asomé por la ventana.

Los vi. Cuervos. Siete, ocho, no sé. Picoteando la tierra removida. La manta estaba fuera, la tierra rasgada. Y algo… algo blanco salía del hueco.

Revolie el vaso arriba de la encimera y corrí llevandome la puerta por delante. El aire era ácido. Sentí el estómago girar antes de llegar. Cuando lo vi, sentía como mí corazón y mi cuerpo se estrujaban, hasta que no aguante más. Vomité. No por el olor. No por el horror. Sino porque ahí, con las marcas negras sobre la piel sin vida de mi hermano, supe que no quedaba nada más que yo. Solo yo.

Solo yo.

𝐒𝐎𝐋𝐎 𝐘𝐎.

— ¡MIERDA- AH! ¡JODER...! —

Grité. Maldije mientras mis rodillas se ensuciaban con la tierra, rasguñe muy fuerte el suelo sucio debajo de las llemas de mis dedos, y por los nervios le pegué a la tierra, a la pala, al mundo. Pero ya no importaba. Papá ya se había ido. Y mi hermano también.

𝐘𝐚 𝐧𝐨 𝐫𝐞𝐜𝐮𝐞𝐫𝐝𝐨 𝐬𝐮𝐬 𝐨𝐣𝐨𝐬

𝚅

Después de esa noche, algo se apagó. No de golpe, sino como una vela que ya no tiene oxígeno. Dejé de buscar consuelo, porque entendí que el consuelo es un lujo que los débiles se permiten antes de morir.

Empecé a hablar menos. A mirar sin preguntar. A obedecer en silencio, pero solo en apariencia. Por dentro, cada palabra que no decía era una piedra más en la muralla que me separaba del mundo.

Desprecié a los que lloraban, porque yo no pude llorar cuando más lo necesitaba. Odié a los lentos, a los torpes, porque recordaban a quien no pudo correr. Y me volví adicto al control, a la perfección, porque en lo imperfecto había muerte.

La tristeza fue reemplazada por frialdad. La compasión por desprecio. La cercanía por distancia. Solo a veces, en noches muy calladas, cuando veía a alguien temblar, algo en mí se estremecía. Pero no lo mostraba. Porque mostrarlo era perder. Y yo ya había perdido todo lo que se podía perder.

𝐄𝐥 𝐧𝐢𝐧̃𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐮𝐧𝐜𝐚 𝐥𝐥𝐨𝐫𝐚-[CbB]𝐄𝐋 𝐍𝐈𝐍̃𝐎 𝐐𝐔𝐄 𝐍𝐔𝐍𝐂𝐀 𝐋𝐋𝐎𝐑𝐀
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Y yo que pensaba que no podías ser más increíble

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1 Reply 5 days ago

1. Uy. Se llevará bien con Teimai. (?)

2. Perdóname por todo, Caque...

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1 Reply 5 days ago

Responder a: ✦ Caque! 🦋❧

Curiosamente, no tiene madre (?)

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1 Reply 4 days ago
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