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Una sensación gélida y opresiva impregnaba cada rincón del majestuoso palacio. Un silencio sepulcral, como si el tiempo se hubiera detenido, envolvía cada uno de los suntuosos salones, adornados con destellantes diamantes y reluciente plata.
En el exterior, el cielo se encontraba ensombrecido por un iracundo manto de negras y amenazantes nubes que parecían a punto de desatar su furia en cualquier instante, acrecentando aún más el sutil, pero abrumador, ambiente que se respiraba entre las imponentes paredes del palacio. Un aire de inquietud e incertidumbre se palpaba en cada recoveco.
Sus ojos, gélidos y colmados de un profundo resentimiento, se posaron sobre el retrato, en el que se apreciaba la majestuosa figura de un rey sentado en su imponente trono. La mujer lo contempló con una expresión de absoluto desdén, como si estuviera mirando algo repugnante. Ella, su esposa, su compañera, su emperatriz. Qué burla. No era más que la mujer a la que obligaron a tomar el trono, a gobernar un reino que nunca quiso.
Su destino había sido manipulado y mancillado por aquellos que ambicionaban el poder, sin importarles los deseos o la voluntad de quien debía regir los designios de una nación.
— Qué patético de tu parte haber muerto así. — Musitó, su voz cargada de una amargura y un desprecio que parecían querer traspasar el lienzo, alcanzar al soberano allí retratado y reducirlo a cenizas con la intensidad de su mirada. — Mueres en la cama de una amante y me dejas a mí humillada, viuda y sin heredero.
Escupió las palabras con una furia y un desdén palpables, como si cada sílaba fuera una puñalada directa al corazón del fallecido monarca. Su voz destilaba la amargura y el resentimiento que la consumían por dentro. Había tenido que encargarse personalmente de que el escándalo fuera enterrado, silenciando a la concubina, a los sirvientes, a los guardias; a todos aquellos que hubieran sido testigos de la deshonra que había caído sobre el trono.
Con una actuación magistral, digna de la más consumada y dramática de las actrices, anunció ante la corte la muerte del emperador a manos de una supuesta despiadada amante, quien lo habría envenenado a instigación de un país extranjero con el que se encontraban en guerra.
De un solo golpe, se deshizo de aquella molesta mujer y de toda su familia, quienes habían sido una verdadera espina clavada en su zapato durante años. Ahora, con el pretexto de la traición y el asesinato, pudo ordenar sin miramientos la eliminación de aquellos que suponieron un estorbo en su vida en el palacio. Una sonrisa triunfal se dibujó en sus labios mientras presenciaba cómo aquella odiosa estirpe era erradicada sin piedad alguna. Por fin, tras años de lidiar con su molesta presencia, se había librado de ese obstáculo. ㅤ
— Me pregunto qué querrán hacer tus leales ministros. — Murmuró al aire con un marcado tono de sarcasmo, evitando alzar la voz para que nadie la escuchara.
Si alguien la viera hablando de esa manera con el retrato, seguramente correrían rumores de que la monarca había perdido por completo la cordura tras la muerte de su marido, convirtiéndose en una verdadera desquiciada. Sus ojos, antaño llenos de un brillo de poderío y confianza, ahora destellaban una mirada gélida y calculadora, como si estuviera tramando algo siniestro y retorcido. Sabía que aquellos ministros que supuestamente le habían sido leales al emperador no tardarían en moverse, buscando la manera de sacar provecho de la delicada situación en la que se encontraba el imperio tras la muerte de su gobernante.
— Tienes suerte de que haya sido yo quién te descubriera muerto. — Siseó con un deje de triunfo en la voz, como si en el fondo se alegrara de la desgracia que había caído sobre su esposo. — Igualmente también fue para salvarme, Dios sabe qué cosas intentarían esos malditos codiciosos que mantenías como hombres de confianza. Me quitarían el trono por el que tanto he luchado, el trono que merezco incluso más que tú.
Las palabras brotaban de sus labios con rapidez, su respiración haciéndose cada vez más agitada a medida que la emoción la embargaba. Sus manos comenzaron a temblar, como si la fuerza de sus anteriores vivencias la consumiera desde dentro. Sabía que aquellos intentarían apoderarse del poder, tratando de despojarla a ella, la verdadera regente, de la posición que le correspondía por derecho. Pero no estaba dispuesta a permitirlo. Había hecho demasiados sacrificios, había luchado demasiado para que ahora unos cuantos parásitos le arrebataran todo.
— . . . No debo perder la cabeza. — Se recordó a sí misma, tomando una profunda inhalación mientras trataba de alinear nuevamente sus emociones.
Pronto sería el funeral del emperador y debía mostrarse fuerte y serena, o de lo contrario sería devorada viva por aquellos que acechaban en las sombras, ansiosos por aprovechar cualquier muestra de debilidad. Su mirada se volvió a posar en el retrato, contemplando durante unos largos y tensos minutos la majestuosa imagen del soberano fallecido. Una expresión indescifrable cruzó por su semblante, como si en el fondo albergara una mezcla de sentimientos encontrados.
— Adiós, querido. — Musitó con un tono que parecía carente de auténtica pena, antes de darse la vuelta y salir lentamente de la habitación.
No podría despedirse en otro momento. No podría volver a demostrar un atisbo de dolor ante aquellos que acechaban, hambrientos por ver cualquier señal de vacilación en ella. Hoy lo odiaba por sus traiciones y por haberla dejado en esta precaria situación, pero en algún momento del pasado lo había amado con una intensidad que parecía consumirla por dentro.
Aunque ese amor se hubiera marchitado con el paso de los años, estuvieron juntos durante más de una década, compartiendo alegrías y sinsabores, éxitos y derrotas. Aún conservaba cierto respeto por el hombre que la había acompañado durante tantos años, y solo por esa razón se había encargado de mantener incólume el nombre y la reputación del emperador. Sabía que en este momento crucial no podía permitirse el lujo de mostrar debilidad alguna. Debía presentar una fachada inquebrantable.
Se retiró a sus aposentos, permitiendo que las sirvientas más leales cambien con cuidado su vestimenta casual por aquel sobrio y elegante hanfu de varias capas en tonos blancos, el color del luto en la cultura. Su cabello fue simplemente recogido con una sencilla horquilla de perla, otorgándole un aire de solemnidad. Por último, cubrió parcialmente su bello rostro con un velo blanco, creando así una imagen de dignidad y dolor contenido ante la pérdida de su amado esposo. El blanco envolvió toda la ciudad aquel día, tiñendo de luto hasta el más mínimo rincón.
Todos los ciudadanos, desde los más humildes hasta los de la nobleza, se arrodillaron una última vez ante el suntuoso ataúd que contenía los restos mortales de quien fuera su emperador durante años. Los altos mandos, aquellos ministros y generales que habían servido fielmente al difunto monarca, se inclinaron con profundo respeto mientras observaban el solemne cortejo fúnebre.
En medio de ellos, la emperatriz viuda permitió que una solitaria lágrima corriera por su rostro parcialmente cubierto. Una imponente y ensordecedora campaña militar acompañó al soberano en su último viaje, escoltando con rigurosa solemnidad el imponente mausoleo que albergaría sus restos para la eternidad. Aquel espectáculo de poder y grandeza parecía ser el digno adiós a un gobernante cuyo legado, sin duda, se mantendría vivo en la memoria del pueblo.
La ceremonia concluyó sin obstáculos y en un sepulcral silencio, como si todo el imperio contuviera la respiración ante la pérdida de su gobernante. Una vez que el ataúd fue depositado en el majestuoso mausoleo, todo pareció volver a una especie de "normalidad" forzada.
Los ministros y altos funcionarios, aquellos que habían servido bajo el mando del difunto emperador, regresaron a sus hogares y despachos, sus rostros herméticamente cerrados a cualquier indicio de emoción. Sabían que en las sombras se libraba una silenciosa batalla por el poder, y debían prepararse para las maniobras que se avecinaban.
Por su parte, ella se retiró al corazón del palacio, dispuesta a respetar el riguroso y protocolario periodo de duelo que debía cumplir durante un año completo. Pero lejos de ser un retiro pasivo, aprovecharía ese tiempo para afianzar su posición, fortalecer sus alianzas y trazar cuidadosamente sus próximos movimientos en el intrincado juego por mantener el control del imperio.

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