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O3 / O5 - Zero [II]

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Helena 29 days ago
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3

                    Aviso: El siguiente relato con-

                    tiene palabras malsonantes y

                    contenido sensible. Leer bajo

                    su propia responsabilidad.

O3 / O5 - Zero [II]-[C]
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[I]                     Aviso: El siguiente relato con-
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                Índice

                     Zero I

                     Zero II

               :rose: O3 / O5 - Zero [II]

Pronto el silbido de la débil respiración de Rose se convirtió en un silencio mortecino. Nadie preguntó, era habitual que las muchachas cayeran una tras otra por enfermedades venéreas o plagas, ella era solo una más. Pese a que no fue la neumonía la que terminó con su último aliento, sino un desgarro en el pulmón debido a una costilla rota que la ahogó en su propia sangre.

Llegó una carreta al barrio pobre a los pocos días, conducida por un clérigo y abarrotada de cuerpos malolientes. Era la Iglesia la encargada de llevar los cadáveres de los mendigos a zonas alejadas de la ciudad, donde los exorcizaban e incineraban para evitar que el demonio resucitara sus cuerpos pestilentes e infestara al pueblo.

El clérigo cargó a tres jóvenes en la carreta en esa última parada, todas prostitutas; una de ellas mostraba claros signos de descomposición y la gentesm, curiosa pero temerosa, miraba de reojo el cuerpo lánguido de lo que había sido una bella joven. La carreta puso dirección al este, saliendo del pueblo y adentrándose a un peliagudo camino dentro de una arboleda. Cuando llegó a un claro cubierto de antiguas cenizas, se detuvieron los burros con un rebuzno. El clérigo descargó los cuerpos de mala gana, tirándolos al barro como la escoria que la mayoría habían sido en vida. Los ricachones, e incluso la clase medio-alta, podían permitirse una muerte digna con todas las facilidades para que su Santidad las acogiera en su seno; pero no era el caso de ninguno de los fallecidos que allí se amontonaban uno sobre otro.

El religioso no se molestó en entonar oración ni rezo alguno, de lo que pronto se arrepentiría. Cuando el cadáver de Rose aterrizó cerca de un matojo, hizo o con una flor, un lirio blanco solitario que había crecido de la muerte que aquel sitio emanaba. Liberó sus esporas con una brisa fantasmal y un tenue fulgor envolvió la figura de la muchacha, que tras largos segundos empezó a toser escupiendo sangre a borbotones y a jadear al borde de la asfixia. Un dolor punzante atravesó su cara y repentinamente su mandíbula se desencajó abriendo paso al capullo de una flor que creció vertiginosamente hasta tener el tamaño de un ser humano. Cuando floreció, un cuerpo emergió de su interior y se arrastró dificultosamente por la tierra, desnudo y sofocado. No obstante, no mostraba marcas de magulladuras ni malnutrición; su aspecto era casi ensoñador, con un lacio cabello ceniciento cayendo sobre sus senos, unos ojos cobrizos y unas curvas que invitaban a la lascivia.

El clérigo se puso pálido ante tal visceral espectáculo, temiendo desde lo más profundo de su ser que el demonio fuera a torturarlo y poseerlo por culpa de su vagancia al no exorcizar los cuerpos. Pero en su lugar la muchacha miraba desorientada a su alrededor, intentando adivinar quién era y qué hacía el aquel lugar. El hombre aprovechó el desconcierto para huir de allí, se subió al carro de un salto y azotó a los burros, que echaron a correr de vuelta al pueblo.

Pasaron unos minutos en que su mente fue esclareciendo algunos recuerdos muy vagos y borrosos. La muchacha buscó entre los cuerpos ropas con que ataviarse. Se hizo también con un cuchillo de caza que escondió entre sus ropajes. En cuanto estuvo dispuesta, se puso en pie sin esfuerzo y siguió las ruedas del carro esperando que la llevaran a algún sitio donde probar bocado. Resucitar de entre los muertos le había abierto el apetito.

Tardó largos minutos en vislumbrar en la lejanía, entre los troncos y follaje, algunos edificios. Para cuando los alcanzó el sol estaba poniéndose y el cielo era de un gris anaranjado. Se encontró frente a una muralla que resiguió hasta dar con el portón de entrada y allí dos guardias apostados le vetaron la entrada.

—Sin identificación no puedes pasar —dijo uno de ellos, pero no sin antes escudriñarla de arriba a abajo con una sonrisa socarrona—. Aunque no haremos preguntas si nos haces un favorcito a cambio —ambos hombres se rieron con mirada cómplice.

—Callaos la puta boca y deje entrar —espetó la joven de malas formas.

Algo extraño ocurrió tras aquellas palabras. Su propia voz retumbó en su cráneo como un eco, el ambiente quedó enrarecido con un aire denso y los guardas enseguida acataron sus órdenes aturdidos. Apartaron sus lanzas que barraban el paso y, pese a que uno hizo el ademán de abrir la boca, la cerró casi al mismo instante como si una fuerza mayor le impidiera hablar. Extraño, sí, pero para la muchacha no era lo más extraordinario que le había ocurrido aquel día. Primero llenaría su estómago y solo después buscaría respuestas.

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