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Rhionen | Capítulo 1: la princesa se encuentra en apuros (libro 1, borrador)

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Electra Salazar 26 days ago
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La brisa matinal del Palacio de Lómeren danzaba entre las columnas de mármol lunar, jugando con los flecos de los estandartes bordados en hilos de oro viejo. La luz del amanecer filtraba sus haces por los vitrales de hoja tallada, arrojando mosaicos de verdes y ámbares sobre el pulido suelo de ónice. Un aroma suave a jazmín, almendra y pergamino flotaba en el aire como un recuerdo amable.

Aëlya Narvionel abrió los ojos con lentitud, arrullada por el canto lejano de los zorzales y el leve crujir de los candelabros que pendían de su dosel de encaje élfico. El lecho donde dormía estaba cubierto por sábanas de seda del río sagrado (lugar en el que se reúnen los elfos recién graduados en la Academia Militar Élfica, donde acuden para estudiar el arte de la guerra y la estrategia en combate, y celebran una fiesta en honor a los antiguos dioses agradeciendo sus bendiciones y pidiendo que continúen protegiéndoles a cambio de un sacrificio mediante un ritual de graduación), tejidas en Telanor por las hilanderas de agua, suaves como niebla y frescas como un arroyo al alba. El dosel colgaba de un marco de roble blanco, trabajado con filigranas que representaban escenas del linaje real.

Cada mañana, al despertar, Aëlya miraba aquella talla que mostraba a su padre, aún joven, elevando una espada hacia el cielo con el rostro iluminado por un dragón solar.

Se incorporó con lentitud. Su bata de descanso, de lino aéreo teñido con albaricoque y bordada con motivos de helecho, la envolvía con gracia. Sus pies, aún descalzos, tocaron el tapiz que cubría el suelo: una escena bordada de la creación de los primeros elfos, en tonos dorados, azules y cobre. Las torres del palacio asomaban más allá de las cortinas, y el canto de un laúd lejano acompañaba los pasos de la doncella Milenara, que entró con una reverencia leve y una sonrisa de ternura.

— Mi señora, vuestra túnica para esta mañana —anunció la elfa, alzando con ambas manos una prenda envolvente. Un mechón del grisáceo cabello de la doncella se deslizó con gracia a través de su oreja puntiaguda, quedando pendiendo en el aire y ondeando al ritmo del mismo.

La mujer portaba entre sus magulladas y vividas manos una túnica larga de azul profundo, con delicados brocados de plata en las mangas, que terminaban en bordes abiertos como alas. La capa que la acompañaba era de terciopelo esmeralda, y ondeaba al menor movimiento, sujeta al cuello por un broche tallado en cristal lunar con la forma de una estrella de ocho puntas. Milenara peinó el cabello de la princesa con paciencia, separándolo en suaves trenzas que caían como hilos de sol pálido sobre su espalda.

Aëlya no dijo nada al principio. Observaba su reflejo en el espejo bruñido de plata, viendo a una muchacha de apenas noventa inviernos —aún joven según los suyos—, pero con la compostura de una heredera. O eso ansiaba ella, pero en el fondo de su ser sabía que jamás sucedería. En Rhionen las leyes estaban sutilmente ligadas con el honor y la moral, e incumplir una de ellas, aunque fuese en una mínima parte, conllevaba a las mil miradas asesinas por parte de los demás elfos y, quizá, alguna que otra emboscada. Mas su padre jamás permitiría que apareciese ni siquiera la más ínfima posibilidad de que su reino se viese dividido, después de los cientos de años, sudor y lágrimas que les había costado reconstruir la región.

Y, lastimosamente, en Rhionen debía reinar un varón por ley. Y ella no lo era.

Sus ojos, de un gris líquido como la niebla sobre el mar, mostraban una inteligencia contenida tras una melancolía discreta.

— ¿Dónde está mi padre esta mañana? —preguntó, mientras Milenara ajustaba la capa. Quizá en un intento de distracción, quizá porque le preocupaba de verdad el paradero de su padre.

Desde hacía unos pocos ciclos lunares, se venían escuchando rumores por las calles de la región. Incluso se escuchaban en las tabernas más remotas y escondidas en las profundidades de los frondosos bosques de Grahkt, de quienes nunca se había escuchado siquiera mencionar su existencia. Posiblemente rumores malintencionados y provocados por aquella pequeña parte del pueblo que nunca quiso que reinasen los Narvionel, pero por minúsculo que fuese el grupo compuesto por revolucionarios, no debía pasarse por alto. Aëlya y Tharion lo sabían bien.

La joven princesa prestó atención a la respuesta de la anciana.

— En el Salón de Robles, revisando mapas con los sabios de la frontera. Mas ha dicho que os verá antes del almuerzo —respondió la doncella, recogiendo el cesto de costura.

El desayuno se sirvió en el Balcón de la Luz: frutas de bosque bañadas en néctar, pan de pétalo suave y una infusión de vainilla y flores del sur. Aëlya apenas tocó nada. Sus pensamientos se deslizaban como sombras entre el deber y el deseo de algo más allá de los muros marmóreos.

El rey Tharion Narvionel apareció cuando el sol ya estaba alto. Era un elfo con más estatura que la media, de porte imponente con músculos marcados, su cabello castaño oscuro caía en ondas recogidas con una cinta de cuero trenzado. Vestía una capa de lana púrpura, adornada con filos de marfil y un medallón con el blasón real: una hoja encendida flotando sobre un lago. Bajo la capa, llevaba una túnica de brocado azul celeste con reflejos metálicos, ceñida por un cinturón de cuero trabajado con runas antiguas.

Aëlya acudió a él con una sonrisa contenida, pero genuina. El rey la recibió con los brazos abiertos. La princesa emanó olores dulzones, extraídos minuciosamente por los elaboradores de jabón más demandados de Rhionen: Jahk y Dohp. Ambos aplicaban una técnica milenaria, donde extraían toda esencia de las bayas y, tras un largo proceso cargado de paciencia y dedicación, lograban fabricar un extracto de bayas que utilizaban las damas para lavarse el cabello.

Este era el modelo más demandado entre las elfas de alta aristocracia, y también el que utilizaba la reina. Que los dioses, antiguos y nuevos, la aguarden.

Tharion sintió una punzada en el corazón, pues el recuerdo de su ya difunta mujer seguía arrancándole el corazón por segundos cada vez que la recordaba, pero se resignó a verse triste y derramar lágrimas llenas de tristeza y esperanzas perdidas delante de su hija. Él optó ya hace muchos años por mantenerse fuerte y como una figura digna de irar.

— Aëlya, mi pequeña estrella —dijo en un tono suave y tierno, rodeándola en un abrazo cálido.

— Padre —respondió ella, enterrando el rostro en su pecho por un instante, como si quisiera quedarse allí.

— Te vi anoche en el Salón de Ecos. Tu voz crece como un rosal en primavera —añadió él, retirándole con ternura un mechón platinado de la frente.

— Y sin embargo... cantar no me hace libre —murmuró ella, apenas audible.

Tharion sonrió, con tristeza velada.

— Nada que sea valioso lo es del todo. Pero cantar te hace fuerte. Como también lo hace montar, bordar y hablar con sabiduría. El peso de una corona no se lleva con los brazos, sino con el alma.

Aëlya frunció el ceño, sin saber muy bien qué decir. Ella sabía perfectamente que jamás se sentaría en el trono de oro, pero que su padre le diese esperanzas le hacía sentirse todavía peor. Ella hacía años que había dejado de ser una niña para que no se le hablase con crudeza todavía.

Pasearon juntos por los Jardines de Nymrel, donde las rosas tenían nombres antiguos y las fuentes cantaban en voz baja. Allí, Aëlya lo escuchó hablar de los tratados con las tribus del este, de la llegada de embajadores, de la guerra que quizás no llegara nunca, pero que aún susurraba en los vientos de las montañas.

— ¿Alguna vez deseaste ser otra cosa, padre? —preguntó ella, mientras su capa ondeaba al ritmo de su andar.

— A veces. Quise ser bardo una vez, cuando era joven. O jardinero. Pero luego te sostuve por primera vez, y comprendí que debía proteger algo más grande que mis sueños.

Aëlya lo miró en silencio. Su corazón se llenó de un amor sereno, pero también de una punzada: la certeza de que su camino ya estaba trazado... y le daba pavor descubrirlo. Porque sería fatídico para los elfos que, algún día, su extraño tío reinara sobre Rhionen. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Después del paseo, comenzaron las clases. En la Sala de las Cintas, donde los tapices colgaban del techo y el aire olía a hilo y cera, la princesa practicó bordados con paciencia. Cada puntada era un juramento de precisión. En el picadero cubierto, su yegua Lindra —blanca como la espuma del mar— la llevó en círculos elegantes, mientras el maestro Arvellion la corregía con voz firme pero bondadosa.

El canto fue la última lección del día. El Salón de los Ecos tenía muros curvos que devolvían la voz en capas suaves, como si los ancestros susurraran en respuesta. Aëlya entonó una balada de los tiempos primeros, y al terminar, se quedó un instante en silencio. Un silencio denso, hermoso, profundo.

Y en ese silencio... nació la semilla de su decisión.

Esa noche, mientras las antorchas crepitaban en las galerías y los guardias cambiaban de ronda, Aëlya se deslizó fuera de sus aposentos. Llevaba una capa de viajera —menos llamativa, de lana verde oscura—, botas altas, y una pequeña daga grabada con símbolos de protección. Nadie la vio partir. El palacio dormía, como siempre.

El bosque la recibió con bruma. Los árboles antiguos se inclinaban, como si la saludaran. Caminó sin rumbo, solo con el deseo de respirar un aire no bendecido por la realeza, de pisar tierra no adornada con joyas. Y así, entre los helechos y las raíces torcidas... oyó un crujido.

Un crujido que no venía de animal ni de un elfo. Un suspiro leve, como de brasa.

Y una voz... una voz infantil, pero extraña, como de piedra que canta.

— ¿Quién eres tú? —dijo la voz.

Aëlya se volvió. Frente a ella, apenas distinguible entre la neblina, una niña con pequeñas escamas verdes esmeralda sobresaliendo de su piel, la miraba atentamente. Casi analizándola. Sus ojos eran demasiado grandes, almendrados, y su piel brillaba con el fulgor de un mineral húmedo, prácticamente cubierta por diminutas partículas que disparaban pequeños halos de luz que, lejos de molestar, se hacían agradables a la vista. Tenía dos pequeños cuernos que asomaban por su frente y uñas largas, afiladas pero limpias, que no parecían aún haber tocado nada peligroso.

La princesa no sintió miedo.

Solo... curiosidad. ¿Aquella cosa sabía hablar?

— ¿Y tú? —preguntó la heredera.

Al mismo tiempo que la medio dragón daba un paso hacia adelante, la princesa retrocedía. El pánico comenzaba a apoderarse de ella y una mezcla de sentimiento entre impotencia y miedo empezó a reflejarse en su rostro. La tensión se palpaba en el ambiente como un panadero palpa la masa del pan de krorak, densa y difícil de segregar una vez está bien amasada.

¿Por qué iría sola hasta allí?

De pronto recordó a su padre Tharion, quien siempre la regañaba por atreverse a ser tan intrépida sin pensar en ningún tipo de consecuencia, excusándose especialmente en el amparo y la seguridad que le otorga formar parte de la realeza. "Por eso siempre dirán que tú no puedes reinar", decía, "solo demuéstrales que sí. Actúa por el bien del pueblo siempre, y ellos no solo te elegirán ciegamente, también darán la vida por ti. Y lo mejor, confiarán en tus palabras".

Pero eso no servía de nada en ese momento.

Tragó saliva y miró hacia todas las direcciones posibles, desesperada. ¡No encontraba ninguna salida viable! Justo detrás de ella había un profundo arroyo al que, al asomarse, no le daba otra idea que la de huir de allí corriendo tan rápido como supiese.

De pronto, una sensación de ardor cruzó su cara con una fuerza desproporcional. Maldijo para sí misma esos cortos segundos de distracción. Se llevó una mano temblorosa al rostro y comprobó que, tal y como había imaginado, aquel ser la había atacado con esas uñas tan gruesas.

La mirada feroz del ser sobrenatural se cernía sobre ella como un manto que eclipsaba la luz solar, como si quisiera aislarlas del resto del mundo. La princesa se sintió como si fuese una presa indefensa delante de un cazador hambriento y con sed de sangre.

Dignamente y desafiando con la mirada a aquel ser, la princesa se levantó del suelo y se sacudió el ropaje, ahora salpicado de arena. Puso una mueca de irritación y entrecerró los ojos, declarándole la guerra con la mirad a aquel ser tan extraño.

¿Cómo había osado ponerle la mano encima a un miembro de la realeza?

—————————

:sparkles: Ayer publiqué el prólogo del primer libro de Las Crónicas de Rhionen, y hoy he publicado el primer capítulo.

Espero que estéis disfrutando la historia. Pretendo publicar de manera continua y rápida, por lo que traer un par de capítulos a la semana será lo idóneo en esta historia.

Recordad que podéis encontrarme en Wattpad como @electrasalazar y que el enlace al primer capítulo es este: CAPÍTULO 1

:heart: Si queréis podéis seguirme aquí o en Wattpad, en ambos lados traeré los capítulos.

🫶🏻 Muchas gracias y que paséis un buen día.

Rhionen | Capítulo 1: la princesa se encuentra en apuros (libro 1, borrador)-La brisa matinal del Palacio de Lómeren danzaba
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Estoy leyendo el primer capítulo, voy por la mitad y ya me atrapó :+1: mas tarde sigo

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1 Reply 26 days ago

Responder a: Electra Salazar

Lo que podrías hacer es tener tu versión, digamos la mas completa y mejor y luego aparte publicar una menos detallada, si lo que quieres es atraer público juvenil, pero si no te recomendaría que bajaras tu nivel de escritora para agradar, al fin y al cabo lo bueno en lo que hagamos es mejorar día a día y sería una pena que bajaras tu nivel, que es muy bueno, solo para agradar. Igual es solo mi opinión. Mas tarde leeré el segundo capítulo. Gracias por publicar :+1:

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1 Reply 26 days ago

Responder a: Poesía y final

Muchísimas gracias por el consejo, lo tendré en cuenta!! Cuando te leas el segundo capítulo cuéntame qué tal, lo que te ha parecido. Y no te cortes en darme críticas constructivas también :sparkles: 🫶🏻

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1 Reply 25 days ago

Responder a: Electra Salazar

Dale si , digamos que criticas no soy quien para hacerlas, pero puedo darte mi opinión. :+1:

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1 Reply 25 days ago
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