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La cantata estridente de la nueva aurora vaticina el prospecto de la anunciada llegada de aquel que hila y anuda los misterios de la nieve y el hielo en el terciopelo inmaculado de sus tersos dedos. ¡Oh, estrellas terrenales! Henos aquí, que sois abrazadas por los áureos brazos del numen etéreo que personifica el denuedo de vuestro credo; brío que es tomado por el frío, apartando con un soplo al ominoso hastío; expulsado de este reino a quienes, con maldad, maquinan tan impíos, seais a este escenario, de alma y espíritu limpio, cordialmente bienvenidos.
Saludos, heme aquí, el marqués de marqueses, Andrealphus Di Ars Goetia VII, trayendoles una nueva historia que contaros; relato de avejentado hombre que callosas tuvo sus arrugadas manos, empero la rueda de la cruel y bufonesca fortuna le dió una valiosa lección que de joven aprenderlo anheló. Espero os guste
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¿Se puede sentir alegría en medio de una tierra de dolores sepultados? Es la pregunta que una vez rondó por mi mente, cuando tan solo era un simple sepulturero más siguiendo el lúgubre cantar de familias destrozadas por el luto, mismo que llenaba un mar de ahogada tristeza, mezclándose con la tierra que mi fiel pala ha quitado y puesto en incontables ocasiones; el petricor de almas desveladas en el lodo de la agonía, que retiene a sus anchas los pies del padre; las manos de la madre; y la voz del hijo. Oír los sermones de los sacerdotes se ha vuelto casi en un lema que parece grabarse en el metal de mi herramienta, mientras prosigo con mi trabajo; vivir del cementerio suele ser tranquilo, siempre y cuando uno fragüe un temple de acero ante el sollozar ensordecedor que proviene de un tumulto de siluetas vestidas de negro. Nubes oscuras al ras de tierra opaca.
La primera vez fue un golpe de realidad al joven de veintisiete años de edad; ergo, yo. Un muchacho con poca experiencia laboral, conocido por tener las manos tan suaves como las cortinas que cubren una ventana. Hijo de padres que han dado todo de si mismos para darle un camino de oportunidades a su primogénito; el resultado: un hijo mal agradecido, que se fue hacia un mundo desconocido, sin mirar atrás, ni reflexionar sobre su soberbia palpable en el aire, mismo que parecía prometerle un futuro grandioso, guiado por las estrellas y el regente del cielo azul: el sol. Hoy, escupo sobre la ingenuidad ilusoria de esa juventud irascible y sobre la promesa vacua de una mente que no supo apreciar lo que una vez tuvo. De alguna forma, mi craso error parece ser parte de la causalidad del destino que en mi ha puesto tan pesada penitencia, pues siendo yo ya un viejo de sesenta años, estoy atado a enterrar y desenterrar a la juventud que tuve, muchas veces reflejadas en la grisácea máscara mortuoria de jóvenes que, por obra del hado ominoso que apunta siempre con cuchilla nuestras cabezas, se han ido prematuramente sin antes poder demostrar al mundo de lo que están hechos. Pero al salir del trance, vuelvo a lo que se me da mejor: tomar la pala, alzar con la misma la tierra, tirarla al féretro, volver a recoger la tierra, y así de manera cíclica, como una máquina mal engrasada, apurada por el desespero de madres que, de no llenar con presta diligencia el hoyo donde reposan sus hijos, se tirarían sin vacilar ni dudar, solo para quedarse junto a sus cuerpos y ser sepultadas junto a ellos para socavar la angustia del calvario, pues no hay dolor más grande que la pérdida de un ser amado. Extenuante cuanto menos, agotador mentalmente, especialmente para los novicios que decidieron tomar este empleo. No es la labor más deseada, pero el pago es más que decente para sobrevivir y llegar a fin de mes, siempre y cuando uno sepa usar su dinero con responsabilidad.
Y así son todos los días de mi hastiaste existencia, siguiendo el hilo de la monotonía que gira en la rueda que empuja a la mañana, la tarde y la noche hacia las manos de Dios, tejiendo el próximo día, guardando una sorpresa para cada persona en este mundo que cambie su percepción sobre algo, ¿Qué cambiaría para mi si eso resultase cierto? Es la incógnita que permanecía inerte en medio del aire de la duda en mi ya cansada mente, alimentando esperanzas a una añoranza que hace mucho tiempo olvidé en este camposanto tenebroso. Pero todo llegaría a cambiar, si, pues mis ojos fueron testigos fieles de una figura que, de no haber sido por mis compañeros, pensaría que salió de una caricatura, con colores tan vividos y relucientes que era irregular en este sitio.
Fue en un jueves tranquilo, en la tarde, cuando terminaba de limpiar un nicho recién vaciado por los funcionarios para la próxima persona en ser puesta en su descanso eterno. Sacándome los guantes negros, entre los espacios de mis dedos, vi a una figura femenina caminando con serenidad entre las tumbas que se alzaban en el verdor del pasto recién cortado. Que viniesen visitantes a dar flores o palabras a sus difuntos es algo que se ve todo el tiempo, pero ella era totalmente distinta al resto. Era una mujer anciana, de aproximadamente setenta años. Las arrugas que recorrían la palidez de su rostro visiblemente maquillado eran como colinas que marcaban su paso por este mundo, uno que ha probado su resiliencia en el anfractuoso trayecto en el que aún se mantiene en pie. Sus labios estaban pintados con un elegante color púrpura, que parecía encerrar a la purpúrea luz del crepúsculo nocturno. Su pelo, de un gris vibrante cuan plata que es derramada en las frías aguas de un estanque por la luna en el cielo, ondeaba por la suave brisa de esa tarde. Su rostro no era solo eso. No. Pues su cuerpo estaba cubierto por un despampanante vestido de gala, del mismo color que yacía en sus labios, que apretaba suavemente su cintura con una cinta violeta, que poseía un precioso arreglo floral; eran crisantemos, flores algo raras de hallar en esta ciudad. Todo de ella parecía magia, una salida de los cuentos de hadas que mis padres solían contarme, como el de la bella durmiente. He aquí, la durmiente recién despertada entre cientos de soñadores eternos bajo tierra. Yo solamente podía pensar en una cosa, y era que tan extravagante mujer era solo una alucinación, seguramente provocada por los químicos residuales del nicho que hace un rato limpiaba. Pero no fue así. Decidí seguirla para asi desvelar el misticismo que la rodeaba con tanto fervor. Fui sigiloso y cauteloso en cada paso que daba hasta llegar a solo unos cuantos metros, escondiéndome detrás de un viejo roble, cuyas hojas yacían en el suelo secas y quebradizas. Retomando mi objetivo, guardé silencio y observé como la fémina se detenía en una tumba, una que resaltaba por su falta de inscripciones; ni un epitafio descansaba en el relieve desmoronado de la tumba del pobre diablo, casi devorado por el pasto que creció a su alrededor. Y fue ahí cuando empezó la locura pues, con elegante ademán, la dama vestida con el púrpura del ocaso del día, comenzó a bailar. Confusión e incredulidad, eso era lo que me invadía al verla. Sus ademanes, sus movimientos delicados que parecían tomar a la diáfana luz entre sus dedos, el batir de su vestido con cada giro que hacía, reavivando a las hojas secas a sus pies, danzando en un torbellino onírico alrededor de ella, en un vals sin música, donde el salón era al aire libre, en un cementerio. Por si fuese poco, su rostro reflejaba un oxímoron, es decir, una grata alegría llena de vida en medio del campo del luto perpetuo. Di por hecho lo primero que se me cruzó por la mente: Esta mujer estaba loca, no había duda de ello. En consecuencia, creí prudente detenerla, para que no mancillase con tal falta de respeto a quien sea que estaba enterrado a sus pies. No obstante, una voz me decía que no interviniese, ¿Sentido común? ¿Intuición? ¿Advertencia divina? Sea cual sea, mi mente y mi corazón decidieron seguir el precepto de ese sentimiento, mas no sería la última vez.
Tarde, tras tarde, casi cayendo la noche, la bella anciana de los cuentos de hadas volvía al mismo lugar, a la misma hora, y con la ensoñación que se deslizaba en cada poro de su blanquecina piel. No sabía porque, pero algo en su persona me resultaba cautivador. El velo sombrío que me cubría cuan fantasmagoría silente, se rompió al momento en que su dulce voz penetró cuan saeta la permanencia de mi alma. Ella me llamaba. Mi corazón latía con una fuerza feroz, como el relinchar de cien caballos tirando al auriga que azotaba sus espaldas en medio de una cruenta batalla. Yo la seguí y, fuera de todo pronóstico y sin darme cuenta, comenzamos a entablar una conversación. El padre tiempo, desdichado cronista de paso inquebrantable, comenzó a grabar en la piedra del destino cada minuto de esta charla que, aunque banal y trivial, la sentí como un regalo; el presente que cae en mis ajadas manos. Eviterna perpetuidad, hoy me dejas con sentimientos encontrados. Entre risas y carcajadas que reverberan en la roca de cada sepulcro. Y allí, lancé la pregunta iluminadora hacia la sombra de la duda: ¿Por qué bailas en este campo de rosas marchitas y esperanzas fatuas? El silencio coció sus hebras de acero en su boca, firmemente cerrada. En sus ojos verdes cuan esmeralda, que avivan el pasto a nuestro alrededor, se humedeció, como si fuese el rocío matinal deslizando una antigua tristeza.
Fue así que ella me lo contó todo, y pude ver la historia detrás de las magnolias de sus labios, de la densidad del jade de sus ojos, de la gélida palidez de cuarzo de su piel. Hace mucho tiempo, cuando ella solo era una pequeña niña, cuya cuna fue el lino que traspasó la aguja que la inocencia uso al tejer su tapiz, siempre estuvo en un idilio eterno con el más grande amor de su vida: su padre. Cuenta como lo iró desde el primer atisbo de conciencia que tuvo. A diferencia de su progenitora, que la había abandonado, se quedó para ayudarla en su crecimiento. Este hombre era alguien de respetar, pues la forma en la que la damisela lo contaba era tan sublime que hasta yo me sentía cautivado, pero extrañamente vacío por dentro. Iván, que es su nombre, fue alguna vez un bailarín, uno muy reconocido. La vox populli reverbera clara: era el más talentoso de todo el país, codeándose con los mejores a nivel internacional. Él tenía el mundo regalado en sus manos. Estaba en la cumbre de la apoteosis de su potencial. Pero un día, simplemente renunció a todo, abandonó los prístinos escenarios de mármol y los focos que lo alzaban como la reencarnación de Apolo; su destino, incierto para el mundo. Para ella, su padre estaba ahora trabajando en un aserradero, diez horas al día, cultivando y cosechando en la chacra de un hombre adinerado, vendiendo todo lo que obtuvo para llegar a lo que alguna vez fue sueño. La razón, su hija.
Un hombre que tenía todo en sus manos, alguien que solo debía dar un paso más para dar con su anhelo más grande. Pero con el abandono de su esposa, y con nadie más a quien recurrir, tomó la decisión de cuidar a su hija. Año tras año, aquel hombre apuesto, un adonis codiciado por toda mujer, se convirtió en un hombre afectado por el paso del tiempo, con el cuerpo lleno de quemaduras por el sol abrazador, las manos llenas de cicatrices por su labor con la madera, su cuerpo vacilante por el exceso de trabajo. Se había convertido en un “anciano” a la edad de cuarenta y cinco años. Su hija, destruida por la culpa, quiso saber porque tomó la elección que lo encaminó a un sendero de tal sufrir, él solamente dijo: "Por ti, hija mía, pues no hay sueño mas real que tu en mi vida." Esas fueron las palabras exactas que actuaron como un ardiente recordatorio del ferviente cariño que le tenía a su hija, repitiendo esas mismas palabras en el momento de su desafortunado deceso a los cincuenta y cuatro años de edad por un fallo renal. Fue así como, cada víspera del aniversario de su muerte, ella viene a visitar el memorial de su progenitor, no con palabras ni flores, sino con el más precioso baile en solitario, un vals sin acompañante, salvo, claro, la jovial remembranza de Iván, un padre que sacrificó su propio futuro por el presente de su hija.
Sin darme cuenta, pude sentir como por mis quebradizas mejillas corrían las lágrimas de un viejo sepulturero, cuya juventud desventurada regresaba para traer a su mente la manera tan mordaz y grosera en la que se había despedido (Si es que se puede llamar despedida) de sus padres. Con el caer del sol en su ocaso, dando lugar a un cielo violáceo de vino tinto, se alza la epifanía que nunca supe que necesité; la serendipia de un ánima avejentada, que toma la forma de una fémina, que trajo a través de su historia un arrepentimiento que jamás ití, mismo que a mares en mis ojos ahora sale a relucir. La dama, amable en su elegante porte, paso en mis manos un pañuelo, mismo con el que sequé mis lágrimas. Por mi cabeza rondaba la pregunta: ¿Cómo no me di cuenta de la presencia de tan extravagante mujer en mis casi cuatro décadas de trabajo? La respuesta me iluminó con simpleza: nunca había concurrido mucho al sector donde ella se hallaba, pues el cementerio era de por si muy grande.
Finalmente, ambos pudimos cruzar miradas, llenas de plenitud que resplandecía con esperanza. Ella, al ver que el sol se ocultaba, tomó delicadamente los pliegues de su vestido, dispuesta a hacer una reverencia como una forma de despedirse de mí. Empero, mi mano izquierda tomó con delicadeza la suya. Mis trémulas palabras, encerradas en la áspera dureza de mis labios, salieron para formar lo siguiente: ¿Quisiera usted concederme el honor de un baile? Lejos de ser rechazado, los delgados dedos tersos de la pomposa mujer se entrelazaron con los de este viejo y desgreñado fósil viviente. Su sonrisa de amatista lo decía todo. Con sus ojos verdes cuan jade, abrazó la tristeza del ámbar que dan color a mi mirar. Tomándola con delicadeza de la cintura, como solía ver en las antiguas series televisivas de mi tiempo, estaba dispuesto a concederle mis mejores pasos.
Y los grillos, que comenzaban a salir de su letargo diurno, entrecruzaron sus extremidades para dar inicio a la obertura de una orquesta que daría la bienvenida a la luna; seríamos parte de ese espectáculo. Fue así como, guiados por una melodía etérea, dimos comienzo a nuestro baile. La diáfana luz espectral nos bañaba con su misterio, convirtiéndonos en sombras resplandecientes en medio del sepulcro de las luciérnagas. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Paso tras paso, sentía como mi cuerpo en cualquier momento iba a levitar en el aire, usando como escalones la brisa que era soplada por el viento, dando lugar a un armonioso arreglo que iba en crescendo con el cantar de los insectos; maestros de la serenata eterna de noches en el desvelo. Mi vestimenta distaba de ser elegante, pues tan solo eran harapos de un simple enterrador, contrastando con el crepúsculo que a su cuerpo cubre con magia arcana. A medida que la música en nuestra imaginación se tornaba en un allegro vivaz, sentí como los años en mi cuerpo se desvanecían y, alígero como una pluma, volvía a tener veintisiete de nuevo. Mi cabello más arreglado, con un esmoquin dotando de primorosa belleza a mi ser. Pero nada se comparó con la dama de púrpura. No había palabras que pudiesen describir o siquiera expresar una esquirla de la preciosa visión que tuve, solamente decir que era como un “ángel”. Por un momento sentí como mis padres lanzaban vítores a su amado hijo, gritando entre llantos lo orgullosos que estaban de mí; y si, lo estaban.
Todo acabó cuando nuestros pies volvieron a tocar tierra, y las volutas de fuego fatuo nos recibían de vuelta. Su faz regresó a ser la de una humana, la más bella que jamás vi, amorosa y maternal. Pocas palabras salieron después de nuestro encuentro, salvo nuestros nombres: Rue; ergo, yo, y Ofelia, la dama de púrpura.
A partir de ese entonces, ambos nos volvimos más cercanos, convirtiendo a las noches de ultratumba en un escenario de baile, donde las cortinas eran las densas nubes obscuras que se apartaban para dejar ver a las estrellas un vals que nadie conoce ni conocerá jamás, pues sus ojos no raspan más allá del sueño, detrás de la visión de un mundo meramente humano; fatalista como ningún otro. Lamentablemente, mi querida amiga, a la que he acompañado durante diez años en la efeméride que realza la memoria de su padre, falleció. No solamente eso, sino que fui yo mismo quien la enterró. Nuevamente, cargaba con la pala en mis manos la tierra mezclada con el calvario que quebranta las lágrimas y las mezcla con la tierra; el petricor inunda con su doloroso aroma mi ser. Sin embargo, no estaba triste. No. Estaba contento por ella, pues siento que por fin había hallado a alguien que la pudiese comprender. Y en todo sentido, yo también la había encontrado. Mis labios esbozaron una lejana añoranza en la forma de una leve sonrisa, misma que Ofelia dejó en su bello rostro pálido tras morir.
Es un precioso jueves de otoño, la cantata de la gélida brisa anuncia el advenimiento de mi persona, vestida de pies a cabeza con un elegante esmoquin de color blanco; herencia de mi padre. Y el pañuelo rojo carmesí de mi amada madre. Ambos, que en paz descansen. En la solapa, llevo una flor de crisantemos púrpura, un color que me ha sacado de la fatalidad que me arrastró al abismo que tomé como tumba de un muerto en vida, como lo era yo. Hoy sonrío ante la tumba de su padre, restaurada por mi mismo, junto a la de su amada hija. Ambos comparten un epitafio, tallado en mármol con mis propias manos.
"Estrellas que brillaron en la tierra con su danza, ahora arden fervorosas en la noche más brillante."
Es así que, haciendo una reverencia ante ambos, empiezo a dar los primeros pasos de este vals solitario. No. Es un baile en el que todos mis seres amados me acompañan en la penumbra de la memoria y la fantasía, donde mis padres me aplauden, junto con el valeroso Iván y, no menos importante, Ofelia. Pidiendole permiso al gran Iván, y el asintiendo con suavidad, tomo la mano de la madam; esta pieza apenas comienza. Esta carcasa que llamo cuerpo poco a poco se resquebraja, pero no temo, porque solo es una crisálida hacia mi verdadera metamorfosis, una con la que me reuniré con ella. Mi amiga, mi compañera, mi confidente. . .mi amada.
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Si habeis llegado hasta aquí, enhorabuena, significa que os ha gustado o por lo menos lo habeis revisado para ver que tipo de impresión le daba. OS agradecería vuestro comentario acerca del mismo, seais libres de opinar. Quien sabe, quizás traiga más a futuro. En fin, tened un bello día o una hermosa noche, hasta que el próximo silbido del viento nos reúna.
Adieu. :snowflake:
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[Ci] La cantata estridente de la nueva aurora vaticina el prospecto de la an](https://image.staticox.com/?url=http%3A%2F%2Fpm1.aminoapps.vertvonline.info%2F9416%2F25a025679fd96c9d5252d48a690deff34f8cfa06r1-1618-1080_hq.jpg)
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