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CAPITULO 2: Furia y Destino

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La noche había caído sobre Cataluña como un manto espeso, cubriendo los tejados con sombras largas y densas. Las estrellas, escasas, parecían guardar silencio ante lo que estaba por gestarse. En una casa discreta, en las afueras de la ciudad, el olor de la pasta recién hecha se mezclaba con la calidez de un hogar forjado en la tragedia y el amor.

Guillermo empujó la puerta con suavidad. colgó el abrigo, y se sentó frente al plato que lo esperaba en la mesa. Yael Ortiz, su salvador, su mentor, su padre de corazón, lo observó con una mezcla de orgullo y preocupación. Compartían la cena en silencio, como tantas veces, hasta que la voz grave de Yael rompió el aire.

—¿Te han seguido? —preguntó, sin levantar la vista del plato—. Sabes que es peligroso si te reconocen.

Guillermo sonrió con la seguridad de quien ha aprendido a moverse entre las sombras.

—Tranquilo, señor Ortiz. Jamás me van a reconocer. El puñeta de Rodrigo Enrique pensará que morí en el incendio con mis padres.

El hombre de rastas suspiró. Dejó el tenedor a un lado y lo miró con seriedad, con esa mirada que solía preceder decisiones importantes.

—Guillermo… sabes bien quién soy. Soy parte de la Hermandad de los Asesinos, y sé lo que llevas en tu corazón. Rabia, odio, sed de venganza. Has entrenado bien. Eres ágil, sigiloso, letal si lo deseas… pero aún no sabes contraatacar, aún no has soltado ese peso.

Se inclinó hacia él, con firmeza en la voz:

—Deja de estar vendiendo comida en la plaza. Eso no es lo tuyo. Tienes el corazón de un guerrero. Es hora de que te unas a nosotros… oficialmente.

Guillermo bajó la mirada. El silencio se instaló como una presencia viva en la habitación. Pasaron unos segundos eternos antes de que hablara:

—Mis padres murieron entre las llamas… casi muero yo. Tenía solo doce años. Ese maldito templario… me quiso ejecutar como a un cerdo en el matadero. —Su voz tembló por un instante, pero la contuvo—. No puedo perdonar eso. Pero ser un asesino… tampoco me parece del todo justo. Tú matas por justicia, lo sé. Lo haces con propósito. Pero yo… no quiero matar a José. Él está manipulado por su padre. No es como él.

Yael asintió con lentitud. Entendía ese dilema. Más de una vez lo había vivido. Se levantó sin decir palabra, y acercó su plato a Guillermo, dejándolo frente a él como símbolo de renuncia.

—Se me fue el hambre.

Y salió de la cocina.

Guillermo quedó solo, con la pasta humeando aún, pero ya sin sabor. Miró por la ventana. Afuera, dos guardias forcejeaban con un anciano mendigo. Lo arrastraban con desprecio, como si fuera basura. Algo se quebró en sus ojos. Se oscurecieron.

En un movimiento tan rápido como elegante, sacó dos cuchillos de su cinturón. Abrió la ventana con un leve crujido y lanzó las hojas con la precisión de un halcón cazador. Los cuchillos volaron y se clavaron justo en la frente de los soldados, que cayeron al instante, inertes, sin alcanzar siquiera a gritar.

Guillermo Salio de la casa. Se acercó al anciano, le entregó una bolsa con monedas —una bolsa que él mismo había guardado para días oscuros— y le dedicó una sonrisa cálida.

—Hoy es un buen día para vivir, abuelo.

Y regresó a casa.

Sin mediar palabra, arrojó la pasta a la basura, subió las escaleras con pasos firmes y se dirigió al cuarto de Yael. El mentor dormía profundamente, sedado por las pastillas que tomaba desde hacía años para calmar viejas heridas del cuerpo… y del alma.

Guillermo no dudó. Tomó las dos pistolas del arcón de roble. Las colocó en su cinturón, una a cada lado. Luego, sacó las espadas de la Hermandad: finas, elegantes, silenciosas. Sintió su peso, no solo en las manos, sino en el alma.

Se miró al espejo por un instante. El reflejo le devolvió la imagen de un joven guerrero, con el rostro endurecido por el dolor, pero la mirada aún clara por la esperanza.

Esa noche, decidió que no esperaría más.

El maestre Rodrigo Enrique debía responder por sus crímenes.

Y el hijo de los muertos regresaría como sombra y filo.

La noche estaba cerrada y el viento susurraba entre los callejones de Cataluña. Guillermo se plantó frente al arcón de madera que contenía el traje de Yael, negro como el olvido y ajustado como la piel de un cazador. Se lo colocó pieza por pieza, apretando cada cinta con la decisión de quien ya ha elegido su destino. Pero aún faltaba algo.

Se arrodilló frente a un pequeño cofre y lo abrió con cuidado. Dentro, una máscara de madera pintada a mano, toscamente decorada con colores desgastados. Un recuerdo de otro tiempo. De otra vida. José se la había dado cuando eran niños, una de esas tardes en que la guerra de barro se sentía más real que cualquier conflicto de hombres.

Guillermo la sostuvo un momento. Luego se la colocó sobre el rostro. Ahora su mirada era fuego. Ahora su sombra caminaba con propósito.

Saltó al tejado y comenzó su carrera. Como una criatura de la noche, corría entre las casas, losetas tras losetas, esquivando chimeneas, volando sobre callejones. Su figura se deslizaba silenciosa, hasta que el gran palacio del maestre Rodrigo se levantó ante él como una fortaleza impenetrable.

Pero nada es imposible para quien no tiene nada que perder.

Desde lo alto, Guillermo fue eliminando con precisión quirúrgica a los guardias de las torres. Nadie notaba su presencia hasta que ya era tarde: una cuchilla, un corte limpio, un susurro de muerte. Entró al palacio por una ventana abierta, se movió entre las sombras como una serpiente en el campo. Pasadizos estrechos, esquinas oscuras. Lo que alguna vez fue un niño temeroso, ahora era un fantasma con filo.

Hasta que lo vio.

José Enrique.

Ya no el niño de doce años que corría por los campos, sino un joven templario, de expresión seria y modales refinados. Estaba en una sala junto a políticos bien vestidos y bien podridos, hablando de alianzas, dinero, control.

Guillermo lo observó . Su corazón se agitó, no por odio, sino por el peso de la memoria.

Esperó.

Y cuando José quedó solo, atacó como un cuervo y lo acorraló contra una pared. Tapó su boca con fuerza y susurró con una voz que le salía desde el alma:

—¿Dónde está el gran maestre Rodrigo Enrique?

Los ojos de José se abrieron como si vieran un fantasma. Y en efecto, eso era lo que veían.

—¿Guillermo? ¿Eres tú…?

Guillermo titubeó un segundo. Las palabras luchaban por salir, pero el miedo lo venció. Sabía que no podía confiar aún, no del todo. Con manos temblorosas sacó una jeringa y le inyectó un sedante en el cuello. José apenas alcanzó a gemir antes de caer dormido, su cuerpo colapsando con un leve golpe contra el suelo.

Guillermo lo miró, y en sus ojos no había furia. Solo tristeza.

Pero no tuvo tiempo para más.

Desde el fondo de la sala, una figura se acercaba. Rodrigo Enrique, el maestre, los había visto. Con rapidez inhumana, lo tomó por el traje y lo lanzó contra un estante de madera que se hizo trizas al impacto.

Cerró la puerta de un portazo, desenvainó una hoja larga y brillante.

—Te metiste donde no debías, bastardo —escupió con rabia.

Guillermo se acerco y Se lanzó sobre él con furia, logró poner la mano en su cuello, y apuntó su hoja al corazón del viejo. Iba a terminarlo. Ya no había nada que decir.

Pero de pronto, sintió un dolor agudo y profundo en su abdomen. Miró hacia abajo. Una hoja oculta, una cuchilla corta y curva sobresalía desde su estómago.

El rostro de Rodrigo sonreía con malicia.

—Yo fui parte de la Hermandad, muchacho… Aún me quedan algunos trucos.

Giró la muñeca y retiró la hoja con violencia. Guillermo cayó al suelo, desangrándose, la vista nublándose, el mundo girando.

Pero aún no era su final.

Rodrigo se giró hacia su hijo inconsciente. Dio un paso… y escuchó el sonido familiar del martillo de una pistola al ser preparado.

—Nunca más… —dijo Guillermo con una sonrisa leve, casi fantasmal.

Disparó.

La bala voló con un rugido de venganza y atravesó la frente de Rodrigo Enrique. El cuerpo cayó como un saco, esparciendo sangre y sesos por el mármol pulido.

Guillermo cayó hacia atrás. Su pecho subía y bajaba con dificultad. No podía quedarse allí. No con el palacio lleno de templarios. Con el último resto de fuerza, se arrastró hasta la ventana, la abrió y se lanzó al vacío.

Cayó sobre un montón de paja que lo salvó de una muerte inmediata. Su cuerpo herido corría por pura voluntad, cada paso una promesa de no morir aún.

Las calles eran un laberinto. Tropezaba, sangraba, apenas respiraba. Pero no se detuvo.

Hasta que llegó.

Su casa.

Tocó la puerta con los nudillos ensangrentados, pero no hubo respuesta. Cayó de rodillas, y luego de costado, desplomándose contra la puerta.

El mundo se apagaba.

Cerró los ojos.

Y todo quedó en silencio.

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CAPITULO 2: Furia y Destino-La noche había caído sobre Cataluña como un manto espeso, cubriendo los tejados con sombras larga
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