Hay una tristeza silenciosa en nunca recibir flores. No es solo la ausencia de pétalos sobre la mesa o el color vivo adornando un rincón de la habitación. Es la confirmación de que nadie pensó en ti con la delicadeza suficiente como para entregarte algo hermoso sin razón aparente.
Es ver cómo otros reciben ramos en aniversarios, cumpleaños o días cualquiera, mientras tus manos permanecen vacías, como si no merecieran el simple gesto de ser sorprendidas con algo frágil y efímero. Es preguntarte si el problema eres tú, si hay algo en tu esencia que no inspira cariño, si tu existencia es tan prescindible que nunca ha provocado en alguien el deseo de regalarte belleza.
Duelo. No de una manera evidente ni explosiva, sino de esa forma lenta y corrosiva que se acumula con los años. Te dices que no importa, que las flores son solo detalles sin significado real, que no necesitas de nadie para sentirte especial. Pero en el fondo, cada vez que ves a alguien con un ramo entre las manos, una parte de ti se encoge, pequeña y silenciosa, preguntándose qué se siente ser digno de un gesto tan simple y al mismo tiempo tan lleno de amor.
Nunca recibir flores es como vivir en un mundo donde nadie se ha detenido a mirarte con ternura. Y eso, poco a poco, te va destruyendo por dentro.
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